viernes, 31 de julio de 2015

LA TERNURA EN LA VOZ DE.... Nicolás Buenaventura. LA CREACIÓN. Viernes 31 julio 2015.

Amigas y amigos, les invito a ver y a escuchar en nuestro blog a este grana narrador colombiano de nombre Nicolás Buenaventura. Seguramente les gustara con este cuento de su autoría LA CREACIÓN. Un abrazo.







Cuentos e historias para la ternura. La historia de este día viernes 31 de julio del 2015- EL REY DE LA HABANA. Pedro Juan Gutierrez.


 
Amigas y amigos, este día les envío un fragmento de la novela EL REY DE LA HABANA, de Pedro Juan Gutiérrez, gran escritor contemporaneo de Cuba. Algunos amigos y amigas cubanas me han dicho que lo peligroso de los textos de Pedro Juan es pensar que toda Cuba es como él narra en sus textos. Yo creo que es cierto y además que lo interesante es estudiarla, imaginarla, conocerla y sacar conclusiones propias. 

Yo, como muchos de ustedes saben, admiro profundamente la Revolución cubana y me quedo con ella. No estoy ni con la gusanera contrarevolucionaria ni con la burocracia nociva. Espero les guste el fragmento y lean el texto completo. Un abrazo. 




El Rey de La Habana

(Fragmento)   

               
Pedro Juan Gutiérrez

AQUEL pedazo de azotea era el más puerco de todo el edificio. Cuando comenzó la crisis en 1990 ella perdió su trabajo de limpiapisos. Entonces hizo como muchos: buscó pollos, un cerdo y unas palomas. Hizo unas jaulas con tablas podridas, pedazos de latas, trozos de cabillas de acero, alambres. Comían algunos y vendían otros. Sobrevivía en medio de la mierda y la peste de los animales. A veces al edificio no llegaba agua durante muchos días. Entonces vociferaba a los muchachos, los despertaba de madrugada, y a golpes y empujones los obligaba a bajar los cuatro pisos y subir por la escalera unos cuantos cubos, de un pozo que increíblemente estaba en la esquina, cubierto con una tapa de alcantarillado.

   Los niños tenían entonces nueve y diez años. Reynaldo, el más pequeño, era tranquilo y silencioso. Nelson, más fogoso, se rebelaba siempre y a veces le gritaba enfurecido:

   —No me grites más, cojones! ¿Qué tú quieres?

   Ella era coja de la pata derecha y un poco fronteriza o tonta. No andaba bien de la cabeza. Desde niña. Quizás de nacimiento. Su madre vivía también con ellos. Tendría unos cien años, o más, nadie sabía. Todos en un cuarto derruido de tres por cuatro metros, y un pedazo de azotea al aire libre. La vieja llevaba años sin bañarse. Muy flaca de tanta hambre. Una vida larguísima de hambre y miseria permanente. Estaba encartonada. No hablaba. Parecía una momia silenciosa, esquelética, cubierta de suciedad. Se movía poco o nada. Sin hablar jamás. Sólo miraba a su hija medio tonta y a sus dos nietos dándose palos por la cabeza mutuamente y ofendiéndose en medio del cacareo de las gallinas y los ladridos de los perros. «Ésos son locos», decían los vecinos. Y nadie intervenía en aquellas broncas continuas.

   A veces encendía un cigarrillo y se recostaba en la baranda de la azotea, a mirar a la calle, a pensar en Adalberto. De joven tuvo decenas de hombres. Le gustaba excitarlos. De cualquier edad. Algunos le decían: «Oye, boba, ven y dame una mamaíta. Te voy a dar dos pesos si me la mamas», y allá iba: a chupar. Algunos le daban dinero. Otros no. Le soltaban la leche y le decían: «Espérame aquí, no te vayas que vengo enseguida», y se perdían. Con Adalberto fue distinto. Los niños son de él, pero el muy cabrón nunca quiso vivir con ellos en la azotea, y cuando la vio embarazada por segunda vez desapareció para siempre. Ahora ya está medio viejuca, monga, apestosa a rayo, coja de una pata, muriéndose de hambre. Sacaba su cuenta y concluía: «¿Quién coño se me va a acercar? Si yo lo que tengo es ganas de morirme.» Pensaba así y se enfurecía consigo misma. Arrojaba el cigarrillo a la calle y, desesperada, gritaba a los muchachos:

   —¡Rey, Nelson, bajen a buscar aguaaaa! ¡Repinga, bajen a buscar aguaaaa!

   Los niños obedecían. A regañadientes pero obedecían. Al menos ya no los encerraba en un closet oscuro y pequeño durante días. Desde muy pequeños hasta que tuvieron siete años, los metía en aquel lugar húmedo, lleno de tuberías y cucarachas. Sin razón. Sólo para alejarlos de la vista. Los niños se aterraban porque cuando entraban en el encierro podían pasar uno, dos y hasta tres días sin comer, lamiendo la humedad de los tubos. Otras veces los zambullía de golpe en un tanque de agua, gritándoles que se callaran y no jodieran más. Del susto los muchachos se callaban. A veces los hundía en el agua y no los sacaba hasta que —medio asfixiados— pataleaban desesperados. Ahora, mayores y más fuertes, se rebelaban e impedían esos castigos. Vivían a su libre albedrío, aunque a veces iban a la escuela, en San Lázaro y Belascoaín. Más para huir de ella que para aprender. Los maestros enseñaban poco porque los alumnos eran metralla pura. Las muchachitas con trece años ya estaban jineteando a todo trapo sobre los turistas en el Malecón. Los muchachos, batidos con la mariguana y con los negocitos, para hacerse de algún fula cada día. Los padres y las madres brillaban por su ausencia. A nadie le interesaba aprender matemática ni cosas complicadas e inútiles. Y los maestros ya no podían más con aquellas fierecillas. En fin, Nelson y Rey iban tres o cuatro días a la escuela y el resto de la semana se entretenían en la azotea con las palomas y los perros. Tenían cinco perros recogidos en la calle.

   Muchas veces la única comida del día era un pedazo de pan y un jarro de agua con azúcar, pero así y todo crecieron. Descubrieron que las palomas de otros venían a posarse en la azotea de ellos, y no era difícil cazarlas vivas. Entonces idearon un señuelo: un hermoso palomo, macho y seductor, que volaba por encima de todos los edificios. Siempre aparecía alguna palomita incauta, admiradora de aquel bello galán. Y allá se iba. Alzaba el vuelo tras él y el palomo la conducía hasta su jaula para hacerle el amor a pierna suelta. Entonces: trass. Rey y Nelson cerraban la puerta de la jaula. En el mercado de Cuatro Caminos pagaban cuarenta o cincuenta pesos por la paloma. Hasta cien pesos si era blanca. Con la crisis y el hambre y la locura por irse del país, todos hacían trabajos de santería, y las palomas, chivos y gallos se vendían a buen precio. Igual las gallinas negras, que son muy buenas para limpiezas y quitarse lo malo de arriba. Cuando los muchachos vendían una paloma la cosa mejoraba: comían un par de pizzas y un batido de fruta. Llevaban pizzas a su madre y a la abuela.

   Así y todo, ella seguía gritándoles siempre, como una loca. Vociferando, humillándolos. Ya los dos tenían pendejos en la pelvis y en el culo, la pinga les había crecido y engordado, tenían pelos en las axilas y esa peste a sudor fuerte de los hombres, y la voz un poco más ronca y gruesa. Se pajeaban, escondidos entre las jaulas de los pollos, mirando a la vecinita de la azotea de al lado. En realidad era la misma azotea del edificio, pero años atrás alguien la dividió por la mitad con un muro bajo, de menos de un metro. Esa era la frontera con los vecinos: una vieja gorda y tetona, con una hija de unos veinte años, y muchos más hijos que vivían por ahí y jamás se acordaban que ella era su madre. La muchacha era una panetela chorreando almíbar: mulata delgada, bella, jinetera. Sólo salía de noche, elegante y provocativa, y regresaba de madrugada. Durante el día andaba por su pedazo de azotea con unos shorts pequeños y ajustados y una blusita mínima, sin sostenes, y los pezones bien marcados, y ahhh. Una tentación. Reynaldo ya tenía trece años y Nelson catorce. Habían dejado la escuela hacía tiempo. Les apenaba seguir siempre en séptimo grado. Repitieron tres veces el mismo curso, hasta que abandonaron.

   Se consideraban hombres. Seguían con las palomas. Cada día eran mejores robando palomas y todos los días vendían una o dos. Era un buen negocito. Eran hombres y ya mantenían a todos en su casa. Pero la madre seguía igual de estúpida. La odiaban por aquellos berrinches y aquellas rabietas delante de todos. Se sentían humillados y le respondían:

   —¡No seas monga! ¡Cállate, cojones, cállate!

   La azotea cada día estaba más puerca, con más peste a mierda de animales. La abuela casi no se movía. Se sentaba sobre un cajón medio podrido, o en cualquier rincón. Y permanecía horas bajo el sol. Tenían que entrarla al cuarto y acostarla. Andaba como muerta en vida. También tenían que controlar a su madre porque cada día era más estúpida. Ya ni atinaba a bajar las escaleras. La empujaban y le gritaban para que se callara, pero ella berreaba más aún, agarraba un palo y les entraba a palo limpio, intentando defender su territorio. Ellos le quitaban el palo y la reducían con unos bofetones en pleno rostro. Ella lloraba de rabia, gritando, sollozaba, encendía un cigarrillo y se quedaba silenciosa y tranquila, Limando, recostada en la baranda de la azotea, mirando los autos, las bicicletas y la gente que pasaba por San Lázaro. Ya ni se acordaba de Adalberto.

   Una mañana, a eso de las once, estaba fumando y mirando a la calle. Nelson le habla dado un bofetón duro en la boca y tenía el labio superior hinchado y partido por dentro. Se pasaba la lengua y sentía el sabor a hierro de la sangre. Estaba furiosa. Lanzó la colilla a la calle, escupió un salivazo sanguinolento, con deseos de que le cayera a alguien en la cabeza, y se volteó para entrar al cuarto. El sol estaba demasiado fuerte y le dolía la cabeza. Los muchachos, escondidos detrás del gallinero, miraban a la putica vecina. Los dos tenían los ojos chinos, soñadores, y se la meneaban rítmicamente. La mulatica estaba medio desnuda, tendiendo una toalla y unos pequeños slips rojos, de encaje. Le gustaba que los muchachos se pajearan mirándola. La toalla chorreaba agua y ella la exprimía y se mojaba para refrescarse bajo el sol. En realidad le gustaría verlos de cuerpo entero, frenéticos ante ella, botándose sus pajas, pero aún eran muy niños para atreverse a tanto. Cuando crecieran un poco más serían buenos «disparadores» y exhibirían sus pingas en los portales del Malecón a todas las que quisieran verlos. Por ahora lo hacían a escondidas.

   Cuando ella vio aquel espectáculo se sulfató más aún. La furia se le encabritó:

   —¡Sigan con las pajas! ¡Sigan con las pajas! ¡Descaraos, se van a morir, salgan de ahí! ¡Los dos! ¡Salgan de ahí!

   Agarró un palo para golpearlos, pero de pronto se viró hacia la vecinita provocativa:

   —Y tú, puta de mierda, lo haces para joder, porque eres una puta. No los provoques más, que se van a morir. ¡Sin comer y pajeándose todo el día! ¡Los vas a matar, cacho de puta! ¡Los vas a matar!

   —Oye, monga, déjame tranquila, yo estoy en mi casa y hago lo que me dé la gana.

   —Tú lo que eres una puta.

   —Sí, pero con mi bollo. Y vivo mejor que tú veinte veces, que eres una monga y una cochina. ¡So puerca!

   Los perros empiezan a ladrar y las gallinas también se alborotan. En medio de tanto ruido y tanta locura, ella trata de cruzar el pequeño muro que separa ambas azoteas, el palo en la mano, amagando con golpear a la vecinita, pero ya Nelson está sobre ella y le quita el palo. Furiosa, intenta cruzar de todos modos al patio vecino, gritando:

   —¡Tú lo que eres una puta! ¡Y tú un pajero! Quítame las manos de encima. Suéltame, pajero de mierda.

   —No me ofendas más, cojones, no me ofendas más!

   Nelson está fuera de sí, descontrolado. Es un hombre de catorce años y le duele aquella humillación. Encima las carcajadas burlonas de la vecinita, que ahora provoca más aún:

   —¡Vaya, pajero, descarao, te vas a volver loco con tanta paja! Búscate una mujer.

   Y se da vuelta y entra en su casa, muy tranquila, meneando el culo a uno y otro lado. En medio del forcejeo, la burla de la putica lo hiere más aún. Le da un fuerte tirón a su madre y la lanza de espaldas contra el gallinero. Un pedazo de cabilla de acero sobresale en una esquina de la jaula y se le entierra por la nuca hasta ci cerebro. La mujer ni grita. Abre los ojos con horror, se lleva las manos al sitio por donde entró el acero. Y muere aterrada. En segundos se forma un charco de sangre espesa y de líquidos viscosos. Muere con los ojos abiertos, horrorizada. Nelson ve aquello y de golpe desaparece el odio que siente por su madre. Lo inunda el dolor y el pánico.

   —¡Ay, mi madre! ¿Qué hice, qué es eso?

   Agarra a su madre, tratando de levantarla, pero no puede. Está ensartada por la nuca en la cabilla de acero.

   —¡Yo la maté, yo la maté!

   Gritando como un loco sale corriendo hasta la baranda de la azotea y se lanza a la calle. No siente el estrépito de su cráneo al reventarse contra el asfalto cuatro pisos abajo. Murió igual que su madre, con una expresión desfogada de crispación y terror.

   La abuelita vio todo aquello sin moverse de su sitio, sentada sobre un cajón de madera podrida. Sin hacer un gesto cerró los ojos. No podía vivir más. Ya era demasiado. Y el corazón se le detuvo. Cayó hacia atrás y quedó recostada contra la pared, impávida como una momia.

   Rey no había salido de su escondite detrás del gallinero. Todo fue rapidísimo y aún tenía la pinga tiesa como un palo. La guardó como pudo y se la colocó entre los muslos para controlarla y que no hiciera bulto, hasta que se bajara sola. Se quedó sin habla. Fue hasta la baranda de la azotea y miró. Allí estaba su hermano, estrellado en medio de la calle, rodeado de gente y de policías, el tráfico detenido a un lado y otro de San Lázaro.

   En un instante los policías llegaron a la azotea. Venían belicosos:

   —¿Qué pasó aquí?

   Rey no pudo contestar. Se encogió de hombros y le dio por sonreír a los policías. Los tipos se quedaron boquiabiertos:

   —¿Y todavía te ríes? ¿Qué fue lo que hiciste? A ver, dime. ¿Qué fue lo que hiciste?

   De nuevo se rió, tenía la mente en blanco, pero al fin pudo hablar:

   —Nada, nada. Yo no sé.

   —¿Cómo que no sabes? ¿Qué tú hiciste?

   —Nada. Yo no sé.

   Lo esposaron. Lo bajaron por las escaleras. Le hicieron montar en un auto patrulla y lo condujeron a la estación de policía, a unas cuadras. Lo encerraron en una celda, en el sótano, junto con tres delincuentes. Y allí se quedó. Sin pensar en nada, amodorrado.

   Los técnicos de criminalística demoraron tres horas en llegar a San Lázaro. Trabajaron escrupulosamente toda la tarde. El cadáver de Nelson lo levantaron del asfalto a las cinco de la tarde y lo llevaron a la morgue, junto con el de la abuela. Con ella se demoraron un poco más. Ya era de noche cuando decidieron desengancharla de la cabilla y enviarla a la morgue. Era evidente que alguien había empujado violentamente al muchacho desde la azotea y a la mujer, de espaldas, contra el gallinero. La viejita murió de un paro cardíaco, sin violencia. Sólo que no había testigos. Nadie vio nada. Siempre es igual en este barrio. Nadie ve nada. Jamás hay un testigo.

©Pedro Juan Gutiérrez

jueves, 30 de julio de 2015

LA TERNURA EN LA VOZ DE.... Subcomandante Insurgente Marcos. LA FLAUTA CHUECA. Jueves 30 julio 2015.

Amigas y amigos

Hoy iniciamos un programa que he llamado LA TERNURA EN LA VOZ DE.... y que consiste en publicar en este blog cuentos e historias en la voz de alguna o algún narrador. Espero que les guste. Hoy arrancamos con el cuento LA FLAUTA CHUECA en la voz del Subcomandante Insurgente Marcos. Reciban un abrazo.



https://www.youtube.com/watch?v=njymcdU6AhA


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sábado, 18 de julio de 2015

LA MÚSICA DEL CORAZÓN. Sábado 18 de julio del 2015. LAS LETRAS DE SOFÍA.






Llevo años impartiendo el taller de cuentacuentos en esa cárcel de mujeres. Ayer viernes, al terminar la sesión, una de las participantes se acercó discretamente a mi, en su voz clara me miró a los ojos y me dijo “Profesor, escribí esto para  usted“ y me tendió su mano con una pequeña hoja de papel con letras escritas con tinta azul.

Muchas gracias , contesté con una sonrisa, lo leeré en mi casa. Y ella sonrió también.

Ahora, aquí sentado, leo el siguiente texto

“Gracias por ser parte de mi vida.
Esta vida nueva en la que me encuentro ahora
que realmente no ha sido del todo mala
ya que gracias a ti he visto este panorama
desde otra perspectiva que me ha servido de mucho.
Quiero que sepas que en cada situación por la cual paso pienso en ti y el impetu que posees.

Gracias.

Sofía“

Recuerdo que ella llegó al Taller en la sesión de mayo. Llegó en silencio, con su mirada  de desconfianza, mirada de ternura, mirada de profunda tristeza.  Callada la mayoría del tiempo, llora mucho en los temas de reflexión, llora mucho en las técnicas de trabajo.

Ella llora, llora y llora. Detrás de esa expresión de mujer dura, hay una niña herida, he pensado, y estoy seguro que igualmente, hay una mujer artista que llora, a veces por dolor, a veces por alegría.


Sus letras me hacen sentir que nuestro trabajo está siendo correcto, acompañarnos con las alumnas, con los cuentos y la narración oral, en este difícil momento de sus vidas, de nuestras vidas, de mi vida, de la vida de nuestro país.

sábado, 11 de julio de 2015

CUENTOS E HISTORIAS PARA LA TERNURA. El cuento de este día domingo 12 de julio del 215. EL HOMBRE QUE LLAMABA A TERESA. Italo Calvino.

Amigas y amigos. Hoy les envío este cuento del Italo Calvino. En estos días me ha dado la sensación de que muchos seguimos buscando a Teresa. Espero que les guste. Un abrazo.


El hombre que llamaba a Teresa.
Italo Calvino.
Bajé de la acera, di unos pasos hacia atrás mirando para arriba y, al llegar a la mitad de la calzada, me llevé las manos a la boca, como un megáfono, y grité hacia los últimos pisos del edificio:
- ¡Teresa!
Mi sombra se espantó de la luna y se acurrucó entre mis pies.
Pasó alguien. Yo llamé otra vez:
- ¡Teresa!
El hombre se acercó, dijo:
- Si no grita más fuerte no le oirá. Probemos los dos. Cuento hasta tres, a la de tres atacamos juntos. - Y dijo -: Uno, dos, tres. - Y juntos gritamos -: ¡Tereeesaaa!
Pasó un grupo de amigos, que volvían del teatro o del café, y nos vieron llamando. Dijeron:
- Ale, también nosotros ayudamos.
Y también ellos se plantaron en mitad de la calle y el de antes decía uno, dos, tres y entonces todos en coro gritábamos:
 - ¡Tereeesaaa!
Pasó alguien más y se nos unió, al cabo de un cuarto de hora nos habíamos reunido unos cuantos, casi unos veinte. Y de vez en cuando llegaba alguien nuevo.
Ponernos de acuerdo para gritar bien, todos juntos, no fue fácil. Había siempre alguien que empezaba antes del tres o que tradaba demasiado, pero al final conseguíamos algo bien hecho. Convinimos en que debía decirse bajo y largo, agudo y largo,  bajo y breve. Salía muy bien. Y de vez en cuando alguna discusión porque alguien desentonaba.
Ya empezábamos a estar bien coordinados cuando uno que, a juzgar por la voz, debía de tener la cara de pecas, preguntó:
- Pero ¿está seguro de que está en casa?
- Yo no - respondí.
- Mal asunto - dijo otro -. ¿Se había olvidado la llave, verdad?
- No es ese el caso - dije -, la llave la tengo.
- Entonces - me preguntaron -, ¿por qué no sube?
- Pero si yo no vivo aquí - contesté -. Vivo al otro lado de la ciudad.
- Entonces, disculpe la curiosidad - dijo circunspecto el de la voz llena de pecas -, ¿quién vive aquí?
- No sabría decirlo - dije.

Alrededor hubo un cierto descontento.
- ¿Se puede saber entonces -preguntó uno con la voz llena de dientes- por que llama a Teresa desde aquí abajo.
- Si es por mí - respondí -, podemos gritar también con otro nombre, o en otro lugar. Para lo que cuesta.
Los otros se quedaron un poco mortificados.
- ¿Por casualidad no habrá querido gastarnos una broma? - preguntó el de las pecas, suspicaz.
- ¿Y qué? - dije resentido y me volví hacia los otros buscando una garantía de mis intenciones.
Los otros guardaron silencio, mostrando que no habían recogido la insinuación.
Hubo un momento de malestar.
- Veamos - dijo uno, conciliador -. Podemos llamar a Teresa una vez más y nos vamos a casa.
Y una vez más fue el, pero no salió también. Después nos separamos, unos se fueron por un lado, otros por el otro.
Ya había doblado las esquina de la plaza, cuando me pareció escuchar una vez más una voz que gritaba:
-¡Tee-reee-sa!

Alguien seguía llamando, obstinado.



LA MÚSICA DEL CORAZÓN. 11 de julio del 2015. EL CUMPLEAÑOS DEL CARNALITO STALIN JAPO.

Mi padre y mi madre me regalaron cuatro  hermanos. y tres hermanas.  




De ellos  dos ya se nos adelantaron hace un rato a la eternidad. Quedamos seis por acá, todavía dando lata, todos y todas necios y necias. Hoy, 11 de Julio, Stalin, porque así lo bautizó Chema, más conocido como El Japo cumple 53 añejos. Estoy muy orgulloso de él. 

Ha aguantado vara en la vida, chingadazos gruexos y se levanta, regalando abrazos y sonrisas, bromas, a veces lindas, a veces ácidas, a veces bien ojetes, pero siempre bromeando. Se Resiste a las atracciones de la corrupción y del dinero, prefiere morir como ha vivido, diría el gran Silvio. 

Anda siguiendo la ruta de los indígenas del EZLN y buscando a nuestros 43. No se deja engañar por los que ofrecen chambas a cambio de votos. Sigue y seguirá de NECIO. 

Hoy estoy en gran deuda con él por su inmenso, intenso e incondicional apoyo, amor, comprensión y solidaridad en este momento de transición de mi vida a la felicidad. 

Gracias carnalito, espero un día, cuando yo sea grande, ser tan chido y chingón como tu. Un abrazo y un beso. Chema y Lecia, en donde estén, están super orgullosos de ti, como Graco, Polín, Delta, Sonia y yo lo estamos. 

Acá estamos los Rivera Godínez, para servirles. Ajua ¡¡¡   y que viva Tepito y la Vasco de Quiroga que también es escuela ¡¡¡¡ 

martes, 7 de julio de 2015

Cuentos e historias para la ternura. Ek cuento de este miércoles 8 de julio del 2015. LAS DOS JUSTICIAS. Pablo Sacristán.

Amigas y amigos

Conmovido por el NO del pueblo griego, busqué y encontré este interesante cuento.

En estos tiempos de injusticias y en donde a menudo confundimos justicia con venganza, incurrimos en graves errores. Espero que les guste. Un abrazo.



LAS DOS JUSTICIAS.



 Caminaba un filósofo griego pensando en sus cosas, cuando vio a lo lejos dos mujeres altísimas, del tamaño de varios hombres puestos uno encima del otro. El filósofo, tan sabio como miedoso, corrió a esconderse tras unos matorrales, con la intención de escuchar su conversación. Las enormes mujeres se sentaron allí cerca, pero antes de que empezaran a hablar, apareció el más joven de los hijos del rey. Sangraba por una oreja y gritaba suplicante hacia las mujeres:

- ¡Justicia! ¡Quiero justicia! ¡Ese villano me ha cortado la oreja!
Y señaló a otro joven, su hermano menor, que llegó empuñando una espada ensangrentada.
- Estaremos encantadas de proporcionarte justicia, joven príncipe- respondieron las dos mujeres- Para eso somos las diosas de la justicia. Sólo tienes que elegir quién de nosotras dos prefieres que te ayude.
- ¿Y qué diferencia hay? -preguntó el ofendido- ¿Qué haríais vosotras?
- Yo, -dijo una de las diosas, la que tenía un aspecto más débil y delicado- preguntaré a tu hermano cuál fue la causa de su acción, y escucharé sus explicaciones. Luego le obligaré a guardar con su vida tu otra oreja, a fabricarte el más bello de los cascos para cubrir tu cicatriz y a ser tus oídos cuando los necesites.
- Yo, por mi parte- dijo la otra diosa- no dejaré que salga indemne de su acción. Lo castigaré con cien latigazos y un año de encierro, y deberá compensar tu dolor con mil monedas de oro. Y a ti te daré la espada para que elijas si puede conservar la oreja, o si por el contrario deseas que ambas orejas se unan en el suelo. Y bien, ¿Cuál es tu decisión? ¿Quién quieres que aplique justicia por tu ofensa?
El príncipe miró a ambas diosas. Luego se llevó la mano a la herida, y al tocarse apareció en su cara un gesto de indudable dolor, que terminó con una mirada de rabia y cariño hacia su hermano. Y con voz firme respondió, dirigiéndose a la segunda de las diosas.
- Prefiero que seas tú quien me ayude. Lo quiero mucho, pero sería injusto que mi hermano no recibiera su castigo.
Y así, desde su escondite entre los matorrales, el filósofo pudo ver cómo el culpable cumplía toda su pena, y cómo el hermano mayor se contentaba con hacer una pequeña herida en la oreja de su hermano, sin llegar a dañarla seriamente.
Hacía un rato que los príncipes se habían marchado, uno sin oreja y el otro ajusticiado, y estaba el filósofo aún escondido cuando sucedió lo que menos esperaba. Ante sus ojos, la segunda de las diosas cambió sus vestidos para tomar su verdadera forma. No se trataba de ninguna diosa, sino del poderoso Ares, el dios de la guerra. Este se despidió de su compañera con una sonrisa burlona:


- He vuelto a hacerlo, querida Temis. Tus amigos los hombres apenas saben diferenciar tu justicia de mi venganza. Ja, ja, ja. Voy a preparar mis armas; se avecina una nueva guerra entre hermanos...ja,ja,ja, ja.
Cuando Ares se marchó de allí y el filósofo trataba de desaparecer sigilosamente, la diosa habló en voz alta:
-Dime, buen filósofo ¿hubieras sabido elegir correctamente? ¿Supiste distinguir entre el pasado y el futuro?
Con aquel extraño saludo, comenzaron muchas largas y amistosas charlas. Y así fue cómo, de la mano de la misma diosa de la justicia, el filósofo aprendió que la verdadera justicia trata de mejorar el futuro alejándose del mal pasado, mientras que la falsa justicia y la venganza no pueden perdonar y olvidar el mal pasado, pues se fijan en él para decidir sobre el futuro, que acaba resultando siempre igual de malo.