Este 19
de agosto, José Agustín, gran escritor mexicano, cumple 69 años de edad. Para
mi, es uno de los mejores en México, por esto me llena de alegría leerlo,
compartir sus historias y cuentos y que él llegue a esta edad. Les envío este
cuento de su autoría, espero que les guste.
La gran
piedra del jardín*
José
Agustín
L a gran
sorpresa en casa de Pascual fue que su familia salió de vacaciones y él
encontró las llaves del bar. Ya estaban ahí Ricardo, fumando como loco, Hugo y
Óscar: dos amigos de Pas-cual y conocidos míos. Tras los saludos de rigor,
Pascual esperó un instante de silencio para proceder solemnemente con el
saqueo. Todos estábamos entusiasmadísimos, porque aparte de las botellas había
varios cartones de Phillip Morris. Pero Pascual dijo que no tocáramos los
cigarros porque, de saberlo, su padre se pondría furioso. Eso nos descorazonó
un poco, pero volvimos a entusiasmarnos cuando Pascual sacó una botella de
brandy no malo porque dice solera. Luego meditó que su padre se daría cuenta
por lo mismo y buscó otra botella.
Un
proceso similar aconteció con cuanto frasco to- maba y apuesto que estuvo a
punto de sugerir que mejor compráramos algo si no hubiésemos protestado.
Entonces, no de buena gana, sacó una de ron. Todos nos servimos tragos para
adulto, pero Pascual hacía trampa: se servía poco ron, mucho refresco y aun le
echaba agua. Sin embargo, fue el primero en marearse. Le siguió Ricardo, que
había estado secreteán- dose con Hugo y Óscar. El canalla se levantó para
decir:
—He
decidido pelarme de casa, me iré tan pronto como sea posible. Él —me señaló, el
canalla— está de acuerdo conmigo y piensa acompañarme.
Quise
aclarar que era una mentira king size, pero Pascual gritó:
—Perfecto
perfecto perfecto, nosotros seremos tumbas y no diremos nada cuando empiecen a
buscarlos, ¡salud!
Todos
bebimos. Ricardo dio un saltísimo para proclamar con entusiasmo:
—Nada de
eso, el chiste es que seamos varios, ¿por qué no vienen ustedes también?
Súbito
silencio.
—Pues...
—musitó Pascual.
Hugo
fingió quedarse pensativo mientras Óscar balbucía:
—Yo, no
sé, habría que pensarlo.
Interrumpí,
juzgando que era el momento adecuado.
—Oye,
Ricardo, en la mañana nunca dije que te acompañaría... —me miró ofendido.
—Pero
tú...
—Dije que
no —insistí—, es más, no creo que hagas nada.
—¿Me
estás tomando por un rajón?
No quise
contestar porque lo conozco y sé que le encanta hacer tango por cualquier
asunto. Pascual, con lucidez insospechada, logró parar todo al decirnos que aún
tenía otra sorpresa. Uy, qué emoción. Ricardo olvidó toda ofensa, y como
chamaquito, empezó a preguntar cuál sorpresa. Hugo y Óscar gimoteaban también y
nuestro anfitrión, feliz.
—Antes
que nada, otro chupe —dijo y sirvió de nuevo. Con toda mi mala leche intervine:
—Dame tu
vaso, Pascual, estás haciéndote pato.
Quedó
sorprendido y aproveché ese instante para arrebatar el vaso: casi lo llené de
ron y sólo puse un chorrito de refresco. Pascual quiso protestar.
—Oye,
nadie está bebiendo así.
Me tragué
un pero tú sí al decirle que eso no era cierto y lo invité a probar nuestros
vasos, rematándolo con un pato pascual. Titubeó un momento, y como seguramente
recordó que sus padres no regresarían en una semana, aceptó la perspectiva de
quedar privado.
—La
sorpresa —gimió Hugo.
—Primero
hay que chuparle —insistí, comprendiendo que también yo comenzaba a marearme.
Automáticamente,
todos bebimos, como si fuera algo sagrado. Hugo y Ricardo, impacientes,
exigieron la sorpresa, amenazando con abrir el brandy solera. Pascual se
levantó sonriendo, para perderse por el pasillo. Aunque parezca mentira, nos
sentimos desamparados (un poco) durante su ausencia, y quizá por eso, cuando
regresó apuramos nuestros tragos a guisa de bienvenida.
Pascual
venía muy misterioso, con varias revistas a todas luces gringas dado lo
brillante del papel. Se colocó en el centro del sofá, y al momento, Hugo y
Óscar fueron a su lado. Me coloqué atrás, junto a Ricardo. Pascual ya estaba
diciendo, pero sin dejarnos ver las revistas.
—Las
encontré el otro día, mi papá me encerró en la biblioteca, castigado, como no
tenía nada que hacer, revolví todo y así salieron estas preciosidades. Vean
nomás.
Abrió una
revista al azar. Fiu, silbaron todos al ver a una muchacha desnuda cubriendo su
sexo con las manos. Como los apretaba con los brazos, sus senos se veían
enormes. Pascual empezó a volver las hojas con excesiva lentitud, regodeándose
con los desnudos. Hugo, Ricardo y Óscar estaban en perfecto silencio, sin
despegar los ojos.
—¡Qué
emoción; grazna, Pascual! —comenté con la voz demasiado chillona, lo cual me
delató: pretendía darme aires de entendido. Afortunadamente, ninguno se dio
cuenta. Cómo iban a darse cuenta. Continuaban silenciosos bebiendo sorbitos y
fumando como apaches. Ante la perspectiva de formar parte del coro de
exclamaciones, me estiré para tomar una revista e iniciar la ronda a mi manera.
Muy interesante tórax.
Perfecta
conformación craneana. Etcétera. Me miraron sorprendidos, mientras yo torcía
mis imaginarios mostachos.
—Déjenlo,
está loquito —al fin graznó Pas-cual. Y entonces ellos iniciaron los mira, uh,
zas, qué bruto, bolas, rájale, guau, mamasota.
Al poco
rato, Ricardo, mareado del todo, acabó durmiendo casi sobre Pascual, que seguía
atentísimo viendo los cuerazos. Hugo y Óscar, tras tomar sendas revistas,
fueron a los sillones para gozarlas. Pascual bebía cada vez más rápido, estaba
muy colorado; después se levantó, siempre con su revista, y se fue por el
pasillo. Supuse que iba a vomitar. Ricardo dormía en el sofá, con sonoridades
aparatosas. Hugo se había quedado quieto, viendo el vacío, un poco triste.
Óscar dejó su revista, y entre eructos, inconscientemente se exprimía los
barros. Siempre me ha causado repulsión ver a alguien en esos menesteres y
sobre todo a Óscar: es un barro andante.
Perfectamente
aburrido, y aún no ebrio, me encaminé hacia el baño, para burlarme de Pascual,
a quien esperaba encontrar en pésimas condiciones.
No me
molesté en tocar la puerta, para sorprenderlo. Fue un error: Pascual se hallaba
sentado sobre la taza, haciéndose una, mientras echaba ardientes miradas a la
revista que puso en el suelo. Se quedó de una pieza al verme y sólo alcanzó a
musitar:
—Quihubo.
—Quihubo
—respondí antes de cerrar la puerta. Yo también, y no entiendo por qué, me
quedé de una pieza. Mi reacción natural debió haber sido la risa, mas nada de
eso.
El corazón comenzó a bailotear en mis
adentros, como si presintiera algo. Sin saber la razón corrí a la cocina y pude
ver, con real pavor, que la estúpida familia de Pascual había (seguramente)
cambiado sus planes y ya estaba ahí: su padre aprestándose a bajar del coche y
los hermanitos haciendo un escándalo de los mil demonios. Busqué la manera de
esfumarme de la casa sin que nadie me viese, pero no había puerta atrás ni cosa
por el estilo. Entonces, temblando como idiota, abrí la ventana y salté al
jardín, donde quedé agazapado, esperando que entraran los pascualos. Eché
pestes un buen rato porque los canallas no tenían para cuándo, pero al fin lo
hicieron. Más rápido que de prisa salté la barda y no paré de correr hasta diez
cuadras adelante. Me senté en la banqueta, resoplando, pero muerto de la risa
al imaginar el escándalo que se habría armado en casa de Pascual. El problema
fue que con la carrera acabé mareadísimo; si llegaba en esas condiciones a la
casa, Humberto me despellejaría.
Despertar
esta mañana fue una pesadilla: nunca me había sentido tan mal. Ayer en la noche
corrí con verdadera suerte: Humberto y Violeta habían salido y mi hermano no se
dio cuenta de nada, por estar viendo la tele. Cené como cosaco, porque oí decir
que con la barriga llena la cruda es menos. Además, bebí dos alka seltzers,
pero con todo y eso hoy tenía ganas de quedarme botado todo el día. Hum- berto
me despertó, y tras desayunar, pidió que lo acompañara.
Tuve que
hacer reales prodigios de actuación para que no se diera cuenta de nada. Antes
de salir, dije que si telefoneaba Ricardo o cualquiera de ellos, dejaran
recado. Me muero de curiosidad por conocer el desenlace del lío de ayer.
Humberto
manejó muy silencioso hasta llegar al consultorio. Lo esperé con el coche y al
poco rato regresó, dije:
—Pensé
que tardarías más.
—No, sólo
di unas instrucciones. Hoy no trabajo.
—Suave.
Entonces, ¿a dónde vamos?
—A
comprar cosas.
Asentí en
silencio cuando él enfilaba por todo Insurgentes (hacia el norte). Ya está,
pensé, vamos al centro.
¿Vamos al
centro? —pregunté (estúpidamente).
—Sí.
—¿Qué vas
a comprar?
—Ropa
para tu hermano.
—Y para
mí, ¿no?
—No
necesitas nada, o ¿sí?
—Pues ni
sé.
—Fíjate.
—¿Cómo te
ha ido con los loquitos, Hum-berto?
—Son
enfermos, hijo.
—Perdón.
—Pues no
ha habido nada anormal. ¿Por qué?, ¿te interesa mi carrera?
—Sí, ¿por
qué no?
—¿Ya te
decidiste?
—¿Eh?
—Que si
ya decidiste qué quieres estudiar.
—¿No te
enojas?
—No, ¿por
qué?
—No me
gusta pensar en eso.
—Sí,
claro, pero todavía falta la prepa. Dicen que ahí orientan.
—Sí,
claro.
—Ya estoy
inscrito y todo, pasado mañana me dan la credencial, es cosa de tiempo.
—Bueno,
sí, pero no me gusta que seas tan, indiferente, digamos, a este asunto; después
de todo, de ahí depende tu futuro.
—Me
gustaría ser siquiatra, papá.
Humberto
sonrió, quizá porque comprendía que eso era falso, por dos razones: a, él es
siquiatra; y b, nunca le digo papá. Claro que no se enoja, al contrario, fue él
quien nos acostumbró a que le dijé- ramos Humberto y sanseacabó. Mi madre, al
parecer, está muy de acuerdo con que le digamos Violeta.
Fuimos al
Puerto de Liverpool. Lo odio. Compramos camisas y pantalones para mi hermano y
luego regresamos al coche. Humberto me compró un helado y preguntó si quería
que fuésemos a mi ex escuela, para saludar a los maestros. Dije que Dios
librárame. Sonrió. Es muy bueno, Humberto, no sé cómo se las arregla con sus
pacientes (algunos son bien ca- na-litas; bueno, eso cuenta el doctor Quinto,
compañero de mi padre).
Pareció
adivinar lo que pensaba.
—Tu mamá
encontró una cajetilla de cigarrillos en uno de tus sacos.
Preferí
no contestar haciéndome tonto, pero Humberto reforzó el ataque.
—Además,
cada vez que se entra en tu cuar-to, apesta a cigarro. ¿Te gusta mucho fumar?
—No es
eso es que...
Silencio
de nuevo: soy un tarado.
—¿Qué?
—insistió.
—No sé.
—¿Cómo
que no sabes?
Para
entonces, Humberto me estaba cayendo de la patada: no por regañarme, sino por
hacerme titubear. Siempre es lo mismo. Estuve a punto de gruñir que adoro el
cigarruco, que fu-mo catorce cajetillas diarias cuando no le entro a la
mariguana como desorbitado, pero conside- ré que era violentar demasiado el
asunto. Guardé mi ridículo silencio, y después, Humberto empezó a reír
suavemente.
—Mucho
temperamento para tan poco asunto, hijo.
—¿Cómo?
—Que no
te apechugues por eso, yo también fumaba a tu edad, no estaba regañándote. ¿Qué
marca fumas?
Sin darme
cuenta, yo estaba sonriendo también. No sé, se me fueron los pies, lo imaginé
mi cómplice, creí que nos detendríamos en una tabaquería para comprar un cartón
de cigarros. Para mí. Cínicamente, musité ráleigh. Humberto frunció el
entrecejo al comentar:
—Son
caros, ¿eh? —y después, brutalmente—, lástima que así sea; estoy dispuesto a
darte un castigo preciosito si llego a enterarme de que fumas sin ganar dinero
para cigarros.
Me
transó, pensé, tendré que conseguir chamba; linda forma tiene Humberto para
pescarme. A pesar de mi disgusto, sentí algo simpático por Humberto. En forma
parecida me ha hecho confesar cosas que de otra manera no saldrían de mi
bocota. De regreso, este asunto, y el hecho de no tener más cigarros, me
exasperó bastante. Durante un rato estuve merodeando por la casa, buscando
algún cigarro. La maldita discusión con Humberto me despertó vivos deseos de
fumar. Por fin logré robar dos cigarros de una cajetilla olvidada por Violeta
en la cocina.
Entonces
vine a mi parte predilecta del jardín.
La gran
piedra se siente fresca. Humberto, aunque siquiatra, está loquísimo. Mandó
traer esta enorme roca desde Nosedónde hasta el jardín, que si bien se observa,
no es grande. Me cayó de perlas: puedo venir a fumar y todavía nadie me ha
descubierto. Por eso, hace un momento encendí un cigarro dejándome posesionar
por esta sensación tan chistosa. Siento algo en el estómago y me empiezo a
poner tristón. No lo puedo explicar. Quedo sentado en el pasto, recargándome en
la piedra, tomo manojos de hierba y los huelo. A veces deseo sollozar como
idiota. Veo el muro que da a la calle y llevo el cigarro hasta mis labios.
Sonrío al advertir que estoy fumando como Ricardo. No he telefoneado. A la
mejor los padres de Pascual llevaron el chisme a su casa y ahora sí debe tener
un buen motivo para fugarse. Estaba borrachísimo. Pero estoy seguro de que
vendrá a verme, puede ser que hasta haya logrado convencer a los demás. Pero si
algún día debo irme no será con ellos, aunque Ricardo me siguiera como sombra
durante siglos, tratando de convencerme.
No lo
logrará, estoy seguro. Cuando le diga algo que le sea imposible contestar, sólo
dirá ah y estará desarmado. Prácticamente, está desarmado. Digo, yo también. Ni
siquiera sé qué deseo estudiar. Humberto anda muy misterioso con todo ese
asunto. Algo trama, seguramente. Por supuesto, desearía que yo estudiara
medicina, o sicología de perdida. Quizá yo mismo lo deseo. Quizás Humberto me
está sicoanalizando, pero conmigo será difícil. Claro que soy un poco anormal,
o un mucho, a la mejor; pero no me interesa gran cosa. Supongo que a Humberto
sí debe importarle: digo, es su profesión y soy su hijo. Al menos, se divierte
observándome (¿estudiándome?). Pero se niega a hacerlo a fondo. Le pedí que me
hipnotizara y no quiso, sólo contó sus experiencias en el extranjero, en todos
esos lugares tan suaves donde estudió antes de venir a montar su loquera aquí.
Algún día también recorreré esos lugares y estudiaré algo interesante, pase lo
que pase. Entonces sí saldré, pero nunca con Ricardo o con Pascual, con ellos
no llegaría más lejos de Toluca. Estoy loco. Ya encendí otro cigarro y con el
día tan claro pueden ver el humo que sale tras la piedra; entonces, vendrá
Humberto furioso, porque hace apenas una hora que me dijo todo. Al diablo, sé
que el asunto no pasaría de, no pasaría de que Humberto, estoy tarado, debe ser
por la cruda, nunca me ha visto fumar y no tiene por qué hacerlo ahora. Ya
está; otra vez. Es una especie de airecito en el estómago; ahora, escalofríos.
Cierro los ojos y empiezo a sentirlos húmedos y sacudo la cabeza y aprieto el
puño y muerdo mis labios y me dan ganas de gritar o de quedarme aquí tirado
toda la vida.
* Agust�n, Jos�, �La gran
piedra del jard�n�, en Atrapados en la Escuela, M�xico,
Selector, 1994.
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