Amigas y amigos; Hace unas semanas se adelanto en el camino don Vicente. Por las desorganizaciones de mi vida no fui cuidadoso de poner en estos cuentos e historias para la ternura algún cuento de él. Hoy les envío uno que tomo prestado del face de MOGA. Es una historia interesante y bonita. Espero les guste tanto como a mi.
Marcos sin pasamontañas
Vicente Leñero
Siempre que entro en el Palacio de Minería
el corazón —es un decir— se me desboca en recuerdos. Ahí estudiamos ingeniería
(civil, mecanicoelectricista, topográfica, petrolera) los grupos de la
generación 1951.
No era entonces un palacio remozado y
flamante como se le ve ahora para hacer honor a su constructor Manuel Tolsá,
sino un edificio sí, majestuoso, aunque sumamente descuidado: con losetas
quebradas en los patios, muros descarapelados, puertas chuecas y apolilladas.
En su área izquierda albergaba oficinas invasoras de la Secretaría de
Agricultura, y en la derecha tenía un patio sórdido y una alberca casi vacía,
sucia, donde sufrimos las novatadas junto a salones húmedos con bancas
torcidas.
Convertido hoy en la obra de arte que fue,
alberga año con año la Feria Internacional del Libro dirigida con entusiasmo
por un exfuncionario del cine: Fernando Macotela. En la que efectuó en febrero de 2013 fui
invitado por la editorial Alfaguara a presentar un reciente libro de cuentos de
mi autoría.
La conversación entre el lúcido y generoso
Juan Villoro y este fracasado ingeniero convertido hoy en escritor se
desarrolló durante cincuenta minutos rapiditos en aquel salón de actos donde
hace añales presentábamos exámenes finales y al que llamábamos “la maternidad”
por eso: porque íbamos “a parir”.
Sucedió entonces, ahora, que al interrumpir
la charla con Villoro sencillamente porque “se acabó el tiempo”, se formó como
siempre una bolita de público conocido o desconocido para saludar y preguntar
algo a Juan, para solicitar una firma con pluma bic sobre el libro abierto en
las primeras páginas, o para lo que se ha vuelto costumbre en los
buscautógrafos: posar con el interpelado frente a la camarita de un celular.
En ese instante, en poquísimos segundos y
con la mesa ceremonial de por medio —carpeta verde y micrófonos— se me acercó
un chamaco chaparrito, moreno, hierático, que se había abierto paso a empujones
hasta mí. Me tendió entonces lo que yo supuse una simple tarjeta blanca.
Me dijo:
—Esto se lo manda un amigo suyo.
Me distraje un poco y di la vuelta a la
tarjeta blanca para saber si tenía alguna inscripción. Pero no era una tarjeta:
era una fotografía a colores tamaño postal en la que se veía al célebre
subcomandante Marcos. La clásica foto con pasamontañas y gorrita de dril:
precisamente la que ilustra este texto.
—Estuvo aquí pero ya se fue —dijo el
enviado chaparrito y se escurrió entre los agolpados.
¡Qué cosa!: estuvo aquí pero ya se fue.
Después de un rato de desconcierto, de
buscar entre la gente un rostro “localizable” girando la cabeza como pollo
desorientado, me puse a pensar en la libertad que disfruta el controvertido
Marcos, el inútilmente delatado Rafael Guillén Vicente, al que entrevisté para
Proceso en un amanecer de febrero de 1994.
A diferencia de los famosos que necesitan
calzarse unos anteojos oscuros o una peluca o un disfraz para escapar de los
acosadores y de los paparazzi mexicas, él lograba esconderse al revés:
quitándose simplemente el pasamontañas y la gorrita. Podía salir entonces de
Chiapas y transitar en cualquier ciudad o pueblo sin que nadie lo reconociera.
Por ahí andaba esa noche en el Palacio de
Minería mironeando libros en los módulos de las editoriales, asomándose a las
aburridas presentaciones, galaneando quizás