Amigas y amigos. Hoy por la mañana escuche la mala noticia de que Sergio Pitol está delicado de salud. Ojala y que pronto se recupere este gran mexicano y escritor. Leerlo en este día se hace necesario. Les envío este cuento de su autoría. Debo anotarles que en internet encontré dos versiones ligermente diferentes y me decidí por publicar esta. (la otra versión la pueden consultar en este link http://orbitaliteratia.blogspot.mx/2010/08/la-pantera-sergio-pitol.html).
La Pantera es un cuento que data de 1960, aparece por primera vez en el número 15 de la revista La Palabra y el hombre y, más tarde, se insertaría en No hay lugar, en 1967, con una serie de pequeñas modificaciones que tienen una gran importancia en cuanto que hacen su significado aúnmás opaco. Espero que les guste este cuento.
Para El Gasolina, en este triste día.
La Pantera es un cuento que data de 1960, aparece por primera vez en el número 15 de la revista La Palabra y el hombre y, más tarde, se insertaría en No hay lugar, en 1967, con una serie de pequeñas modificaciones que tienen una gran importancia en cuanto que hacen su significado aúnmás opaco. Espero que les guste este cuento.
Para El Gasolina, en este triste día.
LA PANTERA
SERGIO PITOL
https://teecuento.wordpress.com/2009/11/21/la-pantera-sergio-pitol/
Ninguna de
las magias que atravesaron mi niñez puede equipararse con su aparición. Nada de
lo hasta entonces concebido logró confundir tan soberbiamente refinamiento y
bestialidad. En las noches siguientes imploré, divertido, al final impaciente,
casi con lágrimas, su presencia.
Mi madre
repetía que de tanto jugar a los bandidos acabaría por soñarlos. En efecto, al
término de unas vacaciones la persecución y la infamia, el coraje y la sangre
frecuentaron mis noches. En esa época ir al cine se reducía a disfrutar una
sola película con ligeras variantes de función en función: el tema invariable
lo proporcionaba la ofensiva aliada contra las huestes del Eje.
Una tarde de
programa triple (en que con indecible deleite vimos llover obuses sobre un
fantasmagórico Berlín donde edificios, vehículos, templos, rostros y palacios
se diluían en una inmensa vertiente de fuego; épicos juramentos de amor,
penumbra de refugios antiaéreos en un Londres de obeliscos rotos y grandes inmuebles sin fachada, y el mechón de Verónica Lake resistiendo impasible la
metralla nipona mientras un grupo de soldados heridos iba siendo evacuado de un
rocoso islote del Pacífico) consiguió que por la noche el fragor de las balas
se internara en mi cuarto y que una multitud de cuerpos despedazados y cráneos
de enfermeras, me lanzaran sobresaltado a buscar amparo en la habitación de mis
hermanos mayores.
Con plena
conciencia de sus riesgos inventé juegos artificiosos que a nadie divertían.
Remplacé el consuetudinario antagonismo entre policías y ladrones o el nuevo, y
consagrado por el uso y la moda, entre aliados y alemanes por el de otros
fieros y extravagantes protagonistas. Juegos donde las panteras sorpresivamente
atacaban una aldea, cacerías frenéticas donde las panteras aullaban de dolor y
furia al ser atrapadas por cazadores implacables, combates encarniza dos entre panteras
y caníbales. Pero ni ellos, ni la frecuencia con que leía libros de aventuras
en la selva hicieron posible que la visión se repitiera.
Su imagen
persistió durante una temporada que no debió ser muy larga. Con indiferencia
fui comprobando que la figura se volvía cada vez más endeble, que mansamente se
difuminaban sus rasgos. El flujo atropellado de olvidos y recuerdos que es el
tiempo, anula la voluntad de fijar para siempre una sensación en la memoria. A
veces me apremiaba la urgencia de escuchar el mensaje que mi torpeza le había
impedido transmitir la noche de su aparición.
Aquel bello, enorme animal cuya
negrura brillante desafiaba la noche trazó un elegante rodeo en torno a la
alcoba, caminó hacia mí, abrió las fauces, y, al observar el terror que tal
movimiento me inspiraba, las volvió a cerrar agraviado. Salió de la misma
nebulosa manera en que había aparecido.
Durante días no cesé de echarme en cara
mi falta de valor. Me reprochaba el haber podido imaginar que aquella hermosa
bestia tuviese intenciones de devorarme. Su mirada era amable, suplicante, su
hocico parecía dispuesto más que para el regusto de la sangre para la caricia y
el juego.
Nuevas horas
se ocuparon de sustituir a aquellas. Otros sueños eliminaron al que por tantos
días había sido mi constante pasión. No sólo llegaron a parecerme tontos los
juegos de panteras, sino también incomprensibles al no recordar con precisión
la causa que los originaba. Pude volver a preparar mis lecciones, a esmerarme
en el cultivo de la letra y en el apasionante manejo de colores y líneas.
Triviales,
alegres, soeces, intensos, difusos, torpemente esperanzados, quebrados,
engañosos y sombríos tuvieron que transcurrir veinte años para alcanzar la
noche de ayer, en que sorpresivamente, como en medio de aquel bárbaro sueño
infantil, volví a escuchar el jadeo de un animal que penetraba en la habitación
contigua.
Lo irracional que cabalga en nuestro interior adopta en determinados
momentos un galope tan enloquecido que cobardemente tratamos de cobijarnos en ese
mohoso conjunto de normas con que pretendemos reglamentar la existencia, en
esos vacuos cánones con que intentamos detener el vuelo de nuestras intuiciones más profundas. Así, aun dentro del sueño, traté de apelar a una
explicación racional: argüí que el ruido lo producía la entrada del gato que a
menudo llegaba a la cocina a dar cuenta de los desperdicios.
Soñé que
reconfortado por esa aclaración volvía a caer dormido para despertar poco
después, al percibir con toda claridad, cerca de mí, su presencia. Frente al
lecho, contemplándome con expresión de gozo, estaba ella. Pude recordar dentro
del sueño la visión anterior. Los años transcurridos sólo habían logrado
modificar el marco. Ya no existían los muebles pesados de madera oscura, ni el
candil que pendía sobre mi cama; los muros eran otros, sólo mi expectación y la
pantera se mantenían iguales: como si entre ambas noches hubiesen transcurrido
apenas unos breves segundos.
La alegría, confundida con un leve temor, me
penetró. Recordé minuciosamente los incidentes de la primera visita, y atento
y azorado permanecí en espera de su mensaje.
Ninguna
prisa atenazaba al animal. Se paseó frente a mí con paso lánguido, describiendo
pequeños círculos; luego, con un breve salto alcanzó la chimenea, removió las
cenizas con las garras delanteras y volvió al centro de la habitación; Me
observó fijamente, abrió las fauces y al fin se decidió a hablar.
Todo lo que
pudiera decir sobre la felicidad conocida en ese momento no haría sino
empobrecerla. Mi destino se develaba de manera clarísima en las palabras de esa
oscura divinidad. El sentimiento de júbilo alcanzó un grado de perfección
intolerable. Imposible encontrarle parangón. Na da, ni siquiera uno de esos
contados, efímeros instantes en que al conocer la dicha presentimos la
eternidad, me produjo el efecto logrado por el mensaje.
La emoción
me hizo despertar, la visión desapareció; no obstante permanecían vivas, como
grabadas en hierro, aquellas proféticas palabras que inmediatamente escribí en
una página hallada sobre el escritorio. Al volver a la cama, entre sueños, no
podía dejar de saber que un enigma quedaba descifrado, el verdadero enigma, y
que los obstáculos que habían hecho de mis días un tiempo sin horizontes se
derrumbaban vencidos.
Sonó el
despertador. Contemplé con regocijo la página en que estaban inscritas aquellas
doce palabras esclarecedoras. Dar un salto y leerlas hubiera sido el recurso
más fácil. Tal inmediatez me parecía poco acorde con la solemnidad de la
ocasión. En vez de ceder al deseo me dirigí al baño; me vestí lenta y
cuidadosamente con forzada parsimonia; tomé una taza de café, después de lo
cual, estremecido por un leve temblor, corrí a leer el mensaje.
Veinte años
tardó en reaparecer la pantera. El asombro que en ambas ocasiones me produjo no
puede ser gratuito. La parafernalia de que se revistió ese sueño no puede atribuirse a meras coincidencias. No; algo en su mirada, sobre todo en la voz,
hacía suponer que no era la escueta imagen de un animal, sino la posibilidad de
enlace con una fuerza y una inteligencia instaladas más allá de lo humano. Y,
sin embargo, debo confesar que las palabras anotadas eran sólo una enumeración
de sustantivos triviales y anodinos que no tenían ningún sentido.
Por un
momento dudé de mi cordura. Volví a leer cuidadosamente, a cambiar de sitio
los vocablos como si se tratara de armar un rompecabezas. Uní todas las
palabras en una sola, larguísima; estudié cada una de las sílabas. Invertí días
y noches en minuciosas y estériles combinaciones filológicas. Nada logré poner
en claro. Apenas la certeza de que los signos ocultos están corroídos por la
misma estulticia, el mismo caos, la misma incoherencia que padecen los hechos
cotidianos.
Confío, sin
embargo, en que algún día volverá la pantera.
[México, mayo de 1960]
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