Hoy, como cada año,
comparto en este espacio dos bellas historias escritas por Eduardo Galeano; y
como cada año, vienen a mi mente los recuerdos de aquellos maestros que me
enseñaron en la UNAM muchas cosas, entre ellas a amar a este país y a estar
comprometido con los que siempre pierden en la historia.
Un recuerdo y
agradecimientos para mis profesores, Luis Javier Garrido, Francisco Gomezjara
Agustín Cueva, Enrique Valencia, Carlos Sirvent, Carlos Quijano, Cuauhtémoc
Zúñiga y la profesora Olivia Sarahi Cornejo.
Así también a mis maestros de la escuela “Vasco de Quiroga”, allá en el
barrio de Tepito; las maestras Lourdes, María Elena, Nercedalia y la maestra
Palacios y al maestro Lucero M. Gordillo. Para mis maestros de cuentería
Nicolás Buenaventura, Rosa María Durand y Rodolfo Castro. Para todos ellos y ellas un abrazo y mi
agradecimiento eterno.
EL MAESTRO
Eduardo
Galeano
Los alumnos de sexto
grado, en una escuela de Montevideo, habían organizado un concurso de novelas.
Todos participaron.
Los jurados éramos tres. El maestro Óscar, puños raídos, sueldo de fakir, más una alumna, representante de los autores, y yo.
En la ceremonia de
premiación se prohibió la entrada de los padres y demás adultos. Los jurados
dimos lectura al acta, que destacaba los méritos de cada uno de los trabajos.
El concurso fue ganado por todos, y para cada premiado hubo una ovación, una
lluvia de serpentinas y una medallita donada por el joyero del barrio.
Después, el maestro Óscar me dijo:
–nos sentimos tan unidos, que me dan ganas de dejarlos a todos repetidores.
Y una de las alumnas,
que había venido a la capital desde un pueblo perdido en el campo, se quedó
charlando conmigo. Me dijo que ella, antes, no hablaba ni una palabra, y riendo
me explicó que el problema era que ahora no se podía callar. Y me dijo que
quería al maestro, lo quería muuuucho, porque él le había enseñado a perder el
miedo de equivocarse.
EL PROFESOR
Eduardo Galeano
En el patio, un ruido
de botas con espuelas. Desde lo alto de las botas, tronó la voz de Alcibíades
Britez, jefe de policía del Paraguay, un servidor de la patria que cobraba los
sueldos y recibía las raciones de los policías difuntos.
Desnudo, tirado boca
abajo sobre el charco de su sangre, el prisionero reconoció la voz. Ésta no era
su primera estadía en el infierno. Lo interrogaban, o sea, lo metían en la
máquina de picar carne humana, cada vez que los estudiantes o los campesinos
sin tierra hacían alboroto y cada vez que aparecía la ciudad de Asunción llena
de panfletos para nada cariñosos con la dictadura militar.
La bota lo pateó, lo
hizo rodar. Y la voz del jefe sentenció:
-El profesor Bernal…
Vergüenza debía darte. Mira el ejemplo que les das a los muchachos. Los
profesores no están para armar líos. Los profesores están para formar
ciudadanos.
-Eso hago. -Balbuceó
Bernal.
Contestó por milagro.
Él era un resto de él.
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