A cuatro
días de la llegada de nuestros fieles difuntos.
Amigas y amigos
Este día les envío en cuento
de Francisca y la Muerte, que algunas fuentes afirman que es de origen popular
con una adaptación del cubano Onelio Jorge Cardoso, y otras afirman que este es el autor. En fin, lo real es que el
cuento es una maravilla. Ante tanto terror en nuestro México, esta historia es
muy importante de leerla. Un abrazo.
FRANCISCA
Y LA MUERTE
ONELIO JORGE CARDOSO
Al poeta, compañero y amigo moldavo, Petru Zadniprn, quien me contó esta respuesta de su mamá.
- Santos
y buenos días- dijo la muerte, y ninguno de los presentes la pudo reconocer.
¡Claro!, Venía la parca con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano
amarilla en el bolsillo.
- Si no
molesto -dijo-, quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
- Pues
mire- le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló con su dedo
rudo de labrador:
- Allá
por los matorrales que bate el viento ¿ve? Hay un camino que sube la colina.
Arriba hallará la casa.
-
"Cumplida está", pensó la muerte, y dando las gracias echó a andar
por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y
todo el azul resplandecía de luz.
Andando
pues, miró la muerte la hora y vio que eran las siete de la mañana. Para la una
y cuarto, pasado el meridiano, estaba en su lista cumplida ya la señora
Francisca.
-
"Menos mal, poco trabajo; un solo caso", se dijo satisfecha de no
fatigarse la muerte y siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado
de romerillo y rocío.
Efectivamente,
era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni
brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas
eran pura caoba transparente. El tronco del guayabo soltaba, a espacios, la
corteza, dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían
una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida
subiendo de las flores.
Natural
que la muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta
rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacerse? ; estaba
la muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así pues
echo y echo a andar la muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca.
- Por
favor, con Panchita -dijo adulona la muerte.
- Abuela
salió temprano -contestó una nieta de oro, un poco temerosa aunque la parca
seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
- ¿Y a
qué hora regresa? -preguntó.
- ¡Quién
lo sabe! -dijo la madre de la niña-. Depende de los quehaceres por el campo,
anda trabajando.
Y la
muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando rueda, por tanto
mundo bonito y ajeno.
- Hace
mucho sol. ¿Puedo esperarla aquí?
- Aquí
quien viene tiene su casa. Pero puede que ella no regrese hasta el anochecer.
"¡Chin!",
Pensó la muerte, "se me irá el tren de las cinco. NO; mejor voy a
buscarla". Y levantando su voz, dijo la muerte:
- ¿Dónde,
me dijo, pudiera encontrarla ahora?
- De
madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maíz sembrando.
-¿Y dónde
está el maizal? –preguntó la muerte.
- Siga la
cerca y luego verá el campo arado detrás.
-
Gracias- dijo secamente la muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró
todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Soltóse la trenza la
muerte y rabió:
-
"¡Vieja andariega, dónde te habrás metido!" Escupió y continuó su
sendero sin tino. Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y
la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la muerte se topó con un
caminante:
-Señor,
¿Pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos caminos?
- Tiene
suerte -dijo el caminante-, media hora lleva en casa de los Noriega. Está el
niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
-
Gracias- dijo la muerte como un disparo, y apretó el paso.
Duro y
fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno
arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo sentar el pie sobre el
suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del
esfuerzo. Así, por tanto, llegó la muerte hecha una lástima a casa de los
Noriega.
- Con
Francisca, a ver si me hace el favor.
- Ya se
marchó.
- ¡Pero,
cómo! ¿Así, tan de pronto?
-¿Por qué
tan de pronto? -le respondieron-. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo
hizo. ¿De qué extrañarse?
-Bueno...
verá -dijo la muerte turbada-, es que siempre una hace la sobremesa en todo,
digo yo.
-
Entonces usted no conoce a Francisca.
- Tengo
sus señas -dijo burocrática la impía.
- A ver;
dígalas -esperó la madre. y la muerte dijo:
- Pues...
con arrugas; desde luego ya son sesenta años.
- ¿Y qué
más?
- Verá...
el pelo blanco... casi ningún diente propio... la nariz, digamos...
-
¿Digamos qué?
- Filosa.
- ¿Eso es
todo?
-
Bueno... además de nombre y dos apellidos.
- Pero
usted no ha hablado de sus ojos.
- Bien;
nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.
- No, no
la conoce -dijo la mujer-. Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Tiene
menos tiempo en la mirada. Esa, a quien usted busca, no es Francisca.
Y salió
la muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho por la
mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero.
- Anduvo
y anduvo. En casa de los González le dijeron que Francisca estaba a un tiro de
ojo de allí, cortando pastura para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la
muerte la pastura recién cortada y nada de Francisca, ni siquiera la huella
menuda de su paso.
Entonces
la muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y
la camisa negra, más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
-
"¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren!" Y echó
la muerte de regreso, maldiciendo.
Mientras,
a dos kilómetros de allí, Francisca escardaba de malas hierbas el jardincito de
la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole, le echó a su
manera el saludo cariñoso:
-
Francisca, ¿cuándo te vas a morir? -
Ella se
incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
- Nunca
-dijo-, siempre hay algo que hacer.
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