Estimadas amigas y amigos.Hace un par de días, mi amigo, maestro y hermano Elías Razo, me escribió para comentar el texto de Librado Rivera sobre el asesinato de Ricardo Flores Magón enviado el 20 de noviembre. Siempre filoso y además ferviente lector y seguidor de José Revueltas me anotó que esperaba que ese día yo enviara un cuento de la autoría de este gran mexicano por el 99 aniversario de este revolucionario y comunista ejemplar. Orientado pues, por Elías, les envío este cuento de Don Pepé, de Revueltas, del gran literato y sobre todo, del gran comunista, que hoy sigue siendo, en los corazones de muchos y muchas de nosotros, un joven de 99 años.
Va entonces y que ejemplo de Revueltas nos empuje a ejercer nuestra ternura. Un abrazo.
Lo que sólo uno escucha.
José Revueltas Sánchez (México 20 de noviembre de 1914- 14 de abril de 1976)
Para
Rosa Castro
La mano derecha, humilde, pero como si prolongase
aún el mágico impulso, descendió con suma tranquilidad a tiempo de que el arco
describía en el aire una suave parábola. Eran evidentes la actitud de pleno
descanso, de feliz desahogo y cierta escondida sensación de victoria y dominio,
aunque todo ello se expresara como con timidez y vergüenza, como con miedo a
destruir algún íntimo sortilegio o de disipar algún secretísimo diálogo
interior a la vez muy hondo y muy puro. La otra mano permaneció inmóvil sobre
el diapasón, también víctima del hechizo y la alegría, igualmente atenta a no
romper el minuto sagrado, y sus dedos parecían no atreverse a recobrar la
posición ordinaria, fijos de estupor, quietos a causa del milagro.
Aquello era increíble, más con todo, la expresión
del rostro de Rafael mostrábase singularmente paradójica y absurda. Una sonrisa
tonta vagaba por sus labios y se diría que de pronto iba a llorar de
agradecimiento, de lamentable humildad.
—No puede ser, no es cierto; es demasiado hermoso
—balbuceó presa de una agitación extraña y enfermiza. Apartó el violín de bajo
su barbilla y oprimiéndolo luego con el codo, la mano izquierda libre y sin que
la otra abandonase el arco, se puso a examinar ambas flexionando ridículamente
los dedos, una y otra vez, como si los quisiera desembarazar de un calambre—.
No puedo creerlo, es demasiado —repitió.
Después de las amargas incertidumbres, hoy era como
si las tinieblas de la duda se hubieran disipado para siempre. Su mano
izquierda se había conducido con destreza, seguridad e iniciativa
extraordinarias; supo ir, de la primera a la séptima posiciones, no sólo por
cuanto a lo que la partitura indicaba, sino sobre todo, por cuanto a la
inquietud de descubrir nuevos matices y enriquecer el timbre mediante la
selección de cuerdas que el propio compositor no había señalado. En esta forma
periodos opacos cobraron una brillantez súbita; las frases banales, un
patetismo arrebatador y todo aquello que ya era de por sí profundo y noble se
elevó a una espléndida y altiva grandeza. Por lo que hace a los sonidos
simultáneos —que fueron su más atroz pesadilla en el Conservatorio—, le fue
posible alcanzar no sólo las terceras, sino todas las décimas de doble cuerda,
aun cuando éstas siempre se le habían dificultado grandemente a causa de la
torpe digitación. La mano derecha, a su vez, se condujo con exactitud y
precisión prodigiosas al encontrar y obtener, cuando se requería para ello, el
punto de la escala propio o el color más inesperado de la encordadura, ya
aproximándose o alejándose del puente, ya con el uso del arco entero o sólo del
talón o la punta, según lo pidiese el fraseo. O finalmente, con el ataque
individual de cada sonido en el alegre y juvenil stacatto o con el brioso y reidor saltando. A causa de todo eso la impresión de conjunto resultó de
una intensidad conmovedora y los sentimientos que la música expresaba, la
bondad, el amor, la angustia, la esperanza, la serenidad del alma, surgieron
libres, radiantes y jubilosos como un canto sobrenatural y lleno de misterio.
“Ahora cambiará todo —se dijo Rafael después de
haberse escuchado—; será todo distinto. Todo cambiará.” Sonreía hacia algo muy
interior de sí mismo y por eso su rostro mostraba un aire estúpido. Era
imposible darse cuenta si un fantástico dios nacía en lo más hondo de su ser o
si un oscuro ángel malo y potente se combinaba en turbia forma con ese dios.
Caminó en dirección de la mesa cubierta con un
mantel de hule roñoso, y en el negro y deteriorado estuche que sobre ella
descasaba guardó el violín después de cubrirlo con un paño verde. Llamaron su
atención las figuras del mantel, infinita y depresivamente repetidas en cada
una de las porciones que lo componían. “Todo cambiará, todo”, se repitió, y
advirtió que ahora esa frase se refería al mantel. Cuántas veces no hubiera
deseado cambiarlo, pero cuántas, también, no se guardaba ni siquiera de
formular este deseo frente a su mujer, tan pobre, tan delgada y tan llena de
palabras que no se atrevía a pronunciar jamás. Eran unas tercas figuras de volatineros
sin sentido, inmóviles, inhumanos, que se arrojaban unos a otros doce círculos
de color a guisa de los globos de cristal que los volatineros reales se arrojan
en las ferias.
“Hasta esto mismo, hasta este mantel cambiará”,
finalizó sin detenerse a considerar lo prosaico de su empeño —cuando lo
embargaban en contraste tan elevadas emociones— y sin que la vaga y penosa
sonrisa se esfumara de sus labios.
No quería sentirse feliz, no quería desatar,
sacrílegamente, esa dicha que iluminaba su espíritu. Algo indecible se le había
revelado, mas era preciso callar porque tal revelación era un secreto infinito.
Nuevamente se miró las manos y otra vez se sintió
muy pequeño, como si esas manos no fueran suyas. “Es demasiado hermoso, no
puede ser. Pero ahora todo cambiará, gracias a Dios.” Lo indecible de que nadie
hubiera escuchado su ejecución, y que él, que él solo sobre la tierra, fuera su
propio testigo, sin nadie más.
—Parece como si tuvieras fiebre; tus ojos no son
naturales —le dijo su mujer a la hora de la comida. No era eso lo que quería
decirle, sin embargo. Querría haberle dicho, pero no pudo, que su mirada era
demasiado sumisa y llena de bondad, que sus ojos tenían una indulgencia y una
resignación aterradoras.
—¿Estás enfermo? —preguntaron a coro y con ansiedad
los niños. Rafael no respondió sino con su sonrisa lastimera y lejana.
“No les diré una palabra. Lo que me ocurre es como
un pecado que no se puede confesar.” Y al decirse esto, Rafael sintió un
tremendo impulso de ponerse en pie y dar a su mujer un beso en la frente, pero
lo detuvo la idea de que aquello le causaría alarma.
Ella lo miró con una atención cargada de
presentimientos. Ahora lo veía más encorvado y más viejo, pero con ese brillo
humilde en los ojos y esa dulzura torpe en los labios que eran como un índice
extraño, como un augurio sin nombre. “Es un anuncio de la muerte. No puede ser
sino la muerte. Pero, ¿cómo decírselo? ¿Cómo darle consuelo? ¿Cómo prepararlo
para el pavoroso instante?”
Hubiera querido, ella también, tomar aquella pobre
cabeza entre sus manos, besarla y unirse al fugitivo espíritu que animaba en su
cuerpo. Pero no existían las palabras directas, graves y verdaderas, sino
apenas sustituciones espantosas mientras toda comunicación profunda entre sus
dos ánimas se había roto ya.
—Descansa hoy, Rafael —dijo en un tono maternal y
cargado de ternura—; no vayas al trabajo. Esas funciones tan pesadas terminarán
por agotarte —lo dijo por decir. Otras eran las cosas que bullían dentro de
ella. Pensaba en el tristísimo trabajo de su marido, como ejecutante en una
miserable orquesta de cantina-restaurante, y en que, sin embargo, eso también
iba a concluir. “Quédate a morir —hubiera dicho con todo su corazón—, te veo en
el umbral de la muerte. Quédate a que te acompañemos hasta el último suspiro. A
que recemos y lloremos por ti…”
Rafael clavó una mirada por fin alegre en su mujer,
al grado que ésta experimentó una inquietud y un sobresalto angustiosos.
“¿Podría entenderme —pensó Rafael— si le dijera lo que hoy ha ocurrido? ¿Si le
dijera que he consumado la hazaña más grande que pueda imaginarse?”
Al formularse estas preguntas no pudo menos que
reconstruir los extraordinarios momentos que vivió al ejecutar la fantástica
sonata, un poco antes de que su mujer y sus hijos regresaran. Los trémolos,
patéticos y graves, vibraban en el espacio con limpidez y diafanidad sin
ejemplo, los acordes se sucedían en las más dichosas y transparentes
combinaciones, los arpegios eran ágiles y llenos de juventud. Todo lo mejor de
la tierra se daba cita en aquella música; las más bellas y fecundas ideas
elevábanse del espíritu y el violín era como un instrumento mágico destinado a
consumar las más altas comuniones.
“No puedo creerlo aún”, se dijo mirándose las manos
como si no le pertenecieran. Se sentía a cada instante más menudo, más humilde,
más infinitamente menor dentro de la grandeza sin par de la vida. Quiso
tranquilizar a su mujer al mirarla aprensiva e inquieta:
—Todo será nuevo —exclamó—, hermoso y nuevo para
siempre.
—Es la maldita bebida —dijo la mujer por lo bajo
mientras un terrible rictus le distorsionaba la cara alargándole uno de los
ojos—. El maldito y aborrecible alcohol. Tarde o temprano iba a suceder esto…
Condujo entonces a Rafael, sin que éste, al
contrario de lo que podría esperarse, protestara, al camastro que les servía de
lecho.
Luego hizo que los niños, de rodillas, circundaran a
su padre, y unos segundos después, dirigido por ella, se elevó un lúgubre coro
de preces y jaculatorias por la eterna salvación del hombre que acababa de
entregar el alma al Señor.
(Cuentos Mexicanos, Antología; Santillana Ediciones
Generales, S.A. de C.V., 2004; México, D.F.; © “Lo que sólo uno escucha”, en Dormir
en tierra, José Revueltas, 1971, Ediciones Era, S.A. de C.V.; transcrito
por John Montañez Cortez, New Haven, Connecticut, 7 de agosto de 2013.)
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