Amigas y amigos. Hoy les envío este cuento del Italo Calvino. En estos días me ha dado la sensación de que muchos seguimos buscando a Teresa. Espero que les guste. Un abrazo.
El hombre que llamaba a Teresa.
Italo
Calvino.
Bajé de la acera, di unos pasos hacia atrás mirando para arriba
y, al llegar a la mitad de la calzada, me llevé las manos a la boca, como un
megáfono, y grité hacia los últimos pisos del edificio:
- ¡Teresa!
Mi sombra se espantó de la luna y se acurrucó entre mis pies.
Pasó alguien. Yo llamé otra vez:
- ¡Teresa!
El hombre se acercó, dijo:
- Si no grita más fuerte no le oirá. Probemos los dos. Cuento
hasta tres, a la de tres atacamos juntos. - Y dijo -: Uno, dos, tres. - Y
juntos gritamos -: ¡Tereeesaaa!
Pasó un grupo de amigos, que volvían del teatro o del café, y
nos vieron llamando. Dijeron:
- Ale, también nosotros ayudamos.
Y también ellos se plantaron en mitad de la calle y el de antes
decía uno, dos, tres y entonces todos en coro gritábamos:
Pasó alguien más y se nos unió, al cabo de un cuarto de hora nos
habíamos reunido unos cuantos, casi unos veinte. Y de vez en cuando llegaba
alguien nuevo.
Ponernos de acuerdo para gritar bien, todos juntos, no fue
fácil. Había siempre alguien que empezaba antes del tres o que tradaba
demasiado, pero al final conseguíamos algo bien hecho. Convinimos en que debía
decirse bajo y largo, agudo y largo, bajo y breve. Salía muy bien. Y de vez en
cuando alguna discusión porque alguien desentonaba.
Ya empezábamos a estar bien coordinados cuando uno que, a juzgar
por la voz, debía de tener la cara de pecas, preguntó:
- Pero ¿está seguro de que está en casa?
- Yo no - respondí.
- Mal asunto - dijo otro -. ¿Se había olvidado la llave, verdad?
- No es ese el caso - dije -, la llave la tengo.
- Entonces - me preguntaron -, ¿por qué no sube?
- Pero si yo no vivo aquí - contesté -. Vivo al otro lado de la
ciudad.
- Entonces, disculpe la curiosidad - dijo circunspecto el de la
voz llena de pecas -, ¿quién vive aquí?
- No sabría decirlo - dije.
Alrededor hubo un cierto descontento.
- ¿Se puede saber entonces -preguntó uno con la voz llena de
dientes- por que llama a Teresa desde aquí abajo.
- Si es por mí - respondí -, podemos gritar también con otro
nombre, o en otro lugar. Para lo que cuesta.
Los otros se quedaron un poco mortificados.
- ¿Por casualidad no habrá querido gastarnos una broma? -
preguntó el de las pecas, suspicaz.
- ¿Y qué? - dije resentido y me volví hacia los otros buscando
una garantía de mis intenciones.
Los otros guardaron silencio, mostrando que no habían recogido
la insinuación.
Hubo un momento de malestar.
- Veamos - dijo uno, conciliador -. Podemos llamar a Teresa una
vez más y nos vamos a casa.
Y una vez más fue el, pero no salió también. Después nos
separamos, unos se fueron por un lado, otros por el otro.
Ya había doblado las esquina de la plaza, cuando me pareció
escuchar una vez más una voz que gritaba:
-¡Tee-reee-sa!
Alguien seguía llamando, obstinado.
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