sábado, 12 de diciembre de 2015

Cuentos e historias para la ternura. La historia de este sábado 12 de diciembre del 2015 TONANTZIN SE LLAMA GUADALUPE. Eduardo Galeano.

Amigas y amigos

Este 12 de diciembre les invito a leer esta historia de Eduardo Galeano. Un abrazo.



TONANTZIN SE LLAMA GUADALUPE.

EDUARDO GALEANO*


Diciembre
12
Mucho después de engendrar a Jesús, la Virgen María viajó a México.
Llegó en el año 1531. Se presentó llamándose Virgen de Guadalupe, y por afortunada casualidad la visita ocurrió en el exacto sitio donde tenía su templo Tonantzin, la diosa madre de los aztecas.
La Virgen de Guadalupe pasó a ser, desde entonces, la encarnación de la nación mexicana: Tonantzin vive en la Virgen, y México y Jesús tienen la misma madre.
En México, como en toda América, los dioses prohibidos se han metido en las divinidades católicas, por los caminos del aire, y en sus cuerpos residen.
Tlaloc llueve en san Juan Bautista, y en san Isidro Labrador florece Xochipilli.
Tata Dios es el Padre Sol.
Tezcatlipoca, Jesús crucificado, señala desde la cruz los cuatro rumbos donde soplan los vientos del universo indígena.
De Los hijos de los días, Siglo XXI, Buenos Aires, 2012.





sábado, 5 de diciembre de 2015

Cuentos e Historias para la Ternura. La historia de este día sábado 5 de diciembre del 2015. ENCENDER LA VIDA. Helena Villagra.

Amigas y amigos

La siguiente historia es tomada del discurso de doña Helena hace unos días en la ciudad de Guadalajara, estado de Jalisco, en México. Es una historia que demuestra, entre otras cosas, que no estamos solos en esta lucha por encontrar a nuestros 43 hermanos. Va aquí. Un abrazo con la seguridad de que pronto los encontraremos.


ENCENDER LA VIDA.

Helena  Villagra.






Quiero contarles algo muy… personal.

Después del 13 de abril, cuando partió, me quedé entre el aturdimiento y el dolor.

Y me encaracolé: no quería, no pude salir de nuestra casa, hasta casi un mes después; lo hice sólo una vez para la ceremonia que él había pedido: sus cenizas confundidas con el Río de la Plata, al que siempre llamaba, río-mar.

En ese abrazo nos acompañaron los cercanos, los amigos entrañables y flores de nuestro jardín. Y por supuesto, nuestro Maco, el perrito.

Fue una ceremonia sencilla y bella.

Después, cuando aún dolía el aire, leí algo que me movilizó.

Llegaba Ayotzinapa a Montevideo: se anunciaba una marcha para finales de mayo, al mediodía, hacia la embajada mexicana.

No lo dudé, me dije: Tengo que ir, por mí, por mi compañero de la vida.

Claro que hubiéramos ido los dos después de la angustia con la que vivimos juntos todo lo sucedido aquel 26 de septiembre.

Y allí estuve, con mi banderita negra, porque en el negro se juntan todos los colores y habla el silencio.

En esa marcha, al mediodía, reitero, llegamos a la embajada de México, vallada, rodeada de policías que la custodiaban.

Me pregunté, ¿de quién se defienden?

¿De las mamás y papás que vinieron?

¿De los que queríamos solidarizarnos con su dolor y con su lucha?

Y en esa frontera del absurdo… hacia el final del acto, una muchacha, con paliacate y su acento mexicano, recitó Los nadies.

Por pura casualidad, yo estaba pegadita a ella, anónima, en el marco de ese silencio.

Y nos recordó a todos el sentido de esta viñeta:

Los nadies: los hijos de nadie

Los dueños de nada.

Los nadies: los ningunos, los ninguneados,


Que no tienen cara, sino brazos.

Que no tienen nombre, sino número.

Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.

Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.

Caminamos Eduardo y yo, juntos, muchas veces en el México-abrazo, el México generoso, el que acogió a refugiados de tantos mundos, y a tantos amigos que huían de las dictaduras del Sur.

El México lindo de las calacas y los boleros, el de la comida rica y picosa, que tanto nos gustaba.

Me acuerdo de las andanzas nuestras en los campamentos de Oventic, con Carlitos Monsiváis, tan querido.

Cuando el abrazo en La Realidad hacía evidente un tiempo de la conciencia que trataba de cambiar el tiempo de las cosas que pasan.

También, en la celebración de ese encuentro, me alegró que desde el eco de Chiapas lo llamaran ‘el recogedor de lluvias” y de las palabras de abajo.

Y en otro lugar olvidado del mundo, donde la libertad es el anhelo de todos los días, para los saharauis, hijos del desierto, Eduardo era el hermano perseguidor de las nubes.

Y agradecer a otro amigo entrañable de Eduardo y mío, otro Carlos, Carlos Beristain.

ENTONCES:

Para concluir:

Señor rector, integrantes de la comunidad de la Universidad de Guadalajara, queridos amigos.

Con el dolor de su ausencia, que lo trae con amor hasta el presente, con el orgullo de haberlo elegido como mi compañero de vida, en nuestros andares cuarenta años juntos.

Con Eduardo, siempre coherente, entre lo que sentía, vivía, pensaba y escribía.

Por su permanente voluntad de belleza y de justicia,

Y para juntar los fueguitos, como la historia de Neguá, para que la vida se encienda.

Como sé que Eduardo lo hubiera querido,

DEDICO en su nombre este doctorado honoris causa otorgado por la Universidad de Guadalajara a la lucha de esos Nadies doctorados en Ayotzinapa, los queridos 43, que le han enseñado al mundo que los músculos de la conciencia son antídotos contra el espanto, y que en estos tiempos donde no abunda la solidaridad, hay muchos corazones decentes que laten juntos.

Gracias, Eduardo, el abeio de nuestros nietos, mi querido Dudú, por todas esas vidas, las de tantos nadies del mundo que se reconocen en tus letras.

* Texto escrito por la compañera de vida del periodista Eduardo Galeano (1940-2015), leído por su autora en el paraninfo Enrique Díaz de León de la Universidad de Guadalajara, donde recibió, en nombre del autor de Las venas abiertas de América Latina, el doctorado honoris causa de esa casa de estudios.


sábado, 31 de octubre de 2015

CUENTOS E HISTORIAS PARA LA TERNURA. El cuento de este día 1 de noviembre del 2015. Día de los santos difuntos niñas y niños. ¿A DONDE VAN LOS NIÑOS CUANDO MUEREN? Ermilo Abreu Gómez.

Amigas y amigos, este 1 de noviembre llegan a nuestras casa mexicanas las niñas y niños difuntitas y difuntitos. Acá las y los esperamos siempre. Que jalowin ni que nada. Va esta historia de Ermilo Abreu Gómez. Un abrazo a todas y todos y que nuestros muertos vivan siempre entre nosotros.



Apenas amaneció, el niño Guy pidió agua.

 Había pasado la noche con angustias y 

sudores. Canek tomó la jarra de agua 

serenada y se la dio.



Guy bebió con ansia casi dolorosa. Después 


preguntó:

- ¿Por qué es tan buena el agua serenada, 


Jacinto?

- Porque está llena de la luz de los luceros. 


la luz de los luceros es dulce.


- ¿Es cierto, Jacinto, que los niños que se 


mueren se convierten en pájaros?

- No sé, niño Guy.

- ¿Es cierto, Jacinto, que los niños que se 


mueren se vuelven flores?

- No sé, niño Guy.

- ¿Es cierto, Jacinto, que los niños que se 


mueren van al cielo?

- No sé, niño Guy.

- Entonces, Jacinto, ¿dime qué les pasa a los 


niños que se mueren?

- Los niños que se mueren, niño Guy, 


despiertan.





CUENTOS E HISTORIAS PARA LA TERNURA. El cuento de este día 1 de noviembre del 2015. DONDE VIVEN NUESTROS MUERTOS. El Viejo Antonio.

Amigas y amigos, en estos días de recordar a nuestras difuntitas y difuntitos, ya sean niñas, niños, jovenas, jovenes, señoras, señores, abuelas y abuelos, es bueno recordar "El Debe" que nos dejaron, así lo dicen nuestros más antiguos. Queda pues pensar en ellas y ellos. Un abrazo, y que en nuestra memoria esté presente siempre Chema, Lecia, Petra, Celia, el niño Abraham, la Tía Carmen, El Tío Ayón, las otras tías Aurora, Clementina y los otros tíos, Porfirio y Diego, y los primos y primas Pepe, Checho, Isabel, Leonor, Armando, Don Luis y todos y todas que nos antecedieron o vinieron después pero se fueron antes.

Y también están en nuestro corazón Emiliano y Pancho, Ramona,  el Dr. Garrido, El compa Galeano, Lucio, Genaro, Jaramillo, su señora e hijos, los del 68, el 71 y el 85, Carlos Sinué, Julio Cesar Mondragón y tantos y tantos que nos dejaron El Debe. Va pues.






Donde viven nuestros muertos 
(La geografía según el Viejo Antonio) 




Septiembre. Llueve. Los caminos reales son ahora pequeños arroyos momentáneos. Los piques una sucesión de charcos mal contenidos por milpas, acahuales y árboles deslavados. Como si estuviera aún lejana, una voz se escucha: 

Vengo llegando. Como puedo me arrincono junto al fogón. Aunque estoy empapado, he logrado poner a salvo el tabaco y algunas hojas de doblador. Apenas si doy un sorbo al café que la Juanita me pasa con su mano llena de calendarios pasados y por venir. Con paciencia y empeño, como de por sí, me forjo un cigarrillo y lo enciendo con un tizón. 

Mi nombre es Antonio, pero creo que eso ya lo saben. El Sup me dice “el Viejo Antonio”. Aunque ya estoy difunto, cada tanto me da por aparecer para contar historias ya pasadas. Con el Sup nos conocimos hace ya muchas lluvias y él seguido viene a hacerme preguntas que yo respondo con otras preguntas… o con historias. 

Casi siempre, después de encenderme el cigarro, sigue la palabra. El Sup a veces saca su pipa… pero no siempre… y es que seguido se le moja el tabaco por sudor… o por lluvia… o por amores… o porque al cruzar el vado del río, la corriente lo tumba y lo hace dar maromas… y llega a la champa chorreando agua… y entonces, como a mí, la Juanita le arrima un banquito junto al fogón y le da café… Bueno, pues les decía que, después de encender el cigarro, debiera seguir la palabra. No una palabra dura como las que usan ustedes los ciudadanos, sino sencilla y humilde… como de por sí somos nosotros. Pero ahora no sigue la palabra… sólo me quedo viendo como la serpiente de humo se enrosca y se confunde con el humo del fogón. 

Así tardo, fumando y tomando café. Y es porque el humo no va a traer una historia pasada, sino una por hacer todavía. Y las historias por hacer hay que callarlas mucho antes de hablarlas. Así es de por sí acá abajo. En cambio allá arriba hay mucha bulla… ruido… palabras duras de entender… y vacías. 

Les estaba diciendo que yo ya estoy finado. Me morí por allá del 94. Muchos no se acuerdan o se hacen patos, pero ese año nos alzamos contra los malos gobiernos. Y aquí sigo… aquí seguimos. 

“Finado” quiere decir muerto. Aunque acá nuestros muertos viven. Viven, sí, pero no porque lo deseemos, que de por sí… no porque guardemos su memoria, que de por sí. Viven porque nos han dejado un debe, un pendiente, un algo que debemos hacer. 

Por eso cada tanto hay que ir donde viven nuestros muertos para seguir agarrando el compromiso de cumplir ese debe. Y sólo ahí es donde se sabe el lugar y la hora, el cuándo y el dónde, o, como dicen ustedes los ciudadanos, el calendario y la geografía. 

No es en las fechas ni en los lugares de arriba. 

Es acá abajo donde está nuestra geografía. 

Es donde viven nuestros muertos. 

Antonio, el Viejo Antonio. Septiembre del 2010.

martes, 27 de octubre de 2015

LA TERNURA EN LA VOZ DE... Cuauhtémoc RG. SOMBRA LE CONFIEZA A LA MUJER LUZ. Martes 27 octubre del 2015

ESTIMADAS AMIGAS Y AMIGOS





Hace más de tres meses que suspendimos este trabajo de poner los cuentos e historias. Mucho sucedió para darnos un reposo y mucho está sucediendo para reiniciar. 

Hoy, organizando mis archivos de la PC encontré esta grabación del 19 de octubre del 2007, un cuento que grabamos en el ensayo de un frustrado concierto de cuentos eróticos basado en el libro NOCHES DE FUEGO Y DESVELO, del Subcomandante Insurgente Marcos. 

Entonces aquí les dejo el video casero. 

En el sax estuvo un amigo q no recuerdo su nombre, es amigo de un amigo... jeje. En las percusiones está Cuauhtémoc RA y en la voz Cuauhtémoc RG. Espero les guste.

Le dedico este video a mi amiga Lourdes Zuñiga Palomino, agradeciendo su amistad y sus letras desde Perú.




miércoles, 12 de agosto de 2015

LA TERNURA EN LA VOZ DE.... Subcomamdante Insurgente Marcos y Silvio Rodríguez. OTRA VELA PARA SOMBRA.

Estimadas amgas y amigos, les invito a escuchar esta historia de SOMBRA en lo voz del Subcomandante Insurgtente Marcos, y tal como anotó  André Breton:  Como ocurre siempre en las épocas en que la vida socialmente no vale nada, es preciso saber ver por medio de los ojos de Eros.
 En el tiempo que está por llegar, a Eros incumbe restablecer el equilibrio roto en provecho de la muerte.

Va pues y que Eros nos sirva para Resisitir.


jueves, 6 de agosto de 2015

LA TERNURA EN LA VOZ DE.... Eduardo Galeano. UN MAR DE FUEGUITOS. Jueves 6 de agosto del 2015



Amigas y amigos, les invito a escuchar y a disfrutar de este cuento en la voz de nuestro Eduardo Galeano, y recuerden que todas y todos somos fueguitos, algunos locos, otros bobos, pero otros que arden la vida con tantas ganas. Un abrazo.

viernes, 31 de julio de 2015

LA TERNURA EN LA VOZ DE.... Nicolás Buenaventura. LA CREACIÓN. Viernes 31 julio 2015.

Amigas y amigos, les invito a ver y a escuchar en nuestro blog a este grana narrador colombiano de nombre Nicolás Buenaventura. Seguramente les gustara con este cuento de su autoría LA CREACIÓN. Un abrazo.







Cuentos e historias para la ternura. La historia de este día viernes 31 de julio del 2015- EL REY DE LA HABANA. Pedro Juan Gutierrez.


 
Amigas y amigos, este día les envío un fragmento de la novela EL REY DE LA HABANA, de Pedro Juan Gutiérrez, gran escritor contemporaneo de Cuba. Algunos amigos y amigas cubanas me han dicho que lo peligroso de los textos de Pedro Juan es pensar que toda Cuba es como él narra en sus textos. Yo creo que es cierto y además que lo interesante es estudiarla, imaginarla, conocerla y sacar conclusiones propias. 

Yo, como muchos de ustedes saben, admiro profundamente la Revolución cubana y me quedo con ella. No estoy ni con la gusanera contrarevolucionaria ni con la burocracia nociva. Espero les guste el fragmento y lean el texto completo. Un abrazo. 




El Rey de La Habana

(Fragmento)   

               
Pedro Juan Gutiérrez

AQUEL pedazo de azotea era el más puerco de todo el edificio. Cuando comenzó la crisis en 1990 ella perdió su trabajo de limpiapisos. Entonces hizo como muchos: buscó pollos, un cerdo y unas palomas. Hizo unas jaulas con tablas podridas, pedazos de latas, trozos de cabillas de acero, alambres. Comían algunos y vendían otros. Sobrevivía en medio de la mierda y la peste de los animales. A veces al edificio no llegaba agua durante muchos días. Entonces vociferaba a los muchachos, los despertaba de madrugada, y a golpes y empujones los obligaba a bajar los cuatro pisos y subir por la escalera unos cuantos cubos, de un pozo que increíblemente estaba en la esquina, cubierto con una tapa de alcantarillado.

   Los niños tenían entonces nueve y diez años. Reynaldo, el más pequeño, era tranquilo y silencioso. Nelson, más fogoso, se rebelaba siempre y a veces le gritaba enfurecido:

   —No me grites más, cojones! ¿Qué tú quieres?

   Ella era coja de la pata derecha y un poco fronteriza o tonta. No andaba bien de la cabeza. Desde niña. Quizás de nacimiento. Su madre vivía también con ellos. Tendría unos cien años, o más, nadie sabía. Todos en un cuarto derruido de tres por cuatro metros, y un pedazo de azotea al aire libre. La vieja llevaba años sin bañarse. Muy flaca de tanta hambre. Una vida larguísima de hambre y miseria permanente. Estaba encartonada. No hablaba. Parecía una momia silenciosa, esquelética, cubierta de suciedad. Se movía poco o nada. Sin hablar jamás. Sólo miraba a su hija medio tonta y a sus dos nietos dándose palos por la cabeza mutuamente y ofendiéndose en medio del cacareo de las gallinas y los ladridos de los perros. «Ésos son locos», decían los vecinos. Y nadie intervenía en aquellas broncas continuas.

   A veces encendía un cigarrillo y se recostaba en la baranda de la azotea, a mirar a la calle, a pensar en Adalberto. De joven tuvo decenas de hombres. Le gustaba excitarlos. De cualquier edad. Algunos le decían: «Oye, boba, ven y dame una mamaíta. Te voy a dar dos pesos si me la mamas», y allá iba: a chupar. Algunos le daban dinero. Otros no. Le soltaban la leche y le decían: «Espérame aquí, no te vayas que vengo enseguida», y se perdían. Con Adalberto fue distinto. Los niños son de él, pero el muy cabrón nunca quiso vivir con ellos en la azotea, y cuando la vio embarazada por segunda vez desapareció para siempre. Ahora ya está medio viejuca, monga, apestosa a rayo, coja de una pata, muriéndose de hambre. Sacaba su cuenta y concluía: «¿Quién coño se me va a acercar? Si yo lo que tengo es ganas de morirme.» Pensaba así y se enfurecía consigo misma. Arrojaba el cigarrillo a la calle y, desesperada, gritaba a los muchachos:

   —¡Rey, Nelson, bajen a buscar aguaaaa! ¡Repinga, bajen a buscar aguaaaa!

   Los niños obedecían. A regañadientes pero obedecían. Al menos ya no los encerraba en un closet oscuro y pequeño durante días. Desde muy pequeños hasta que tuvieron siete años, los metía en aquel lugar húmedo, lleno de tuberías y cucarachas. Sin razón. Sólo para alejarlos de la vista. Los niños se aterraban porque cuando entraban en el encierro podían pasar uno, dos y hasta tres días sin comer, lamiendo la humedad de los tubos. Otras veces los zambullía de golpe en un tanque de agua, gritándoles que se callaran y no jodieran más. Del susto los muchachos se callaban. A veces los hundía en el agua y no los sacaba hasta que —medio asfixiados— pataleaban desesperados. Ahora, mayores y más fuertes, se rebelaban e impedían esos castigos. Vivían a su libre albedrío, aunque a veces iban a la escuela, en San Lázaro y Belascoaín. Más para huir de ella que para aprender. Los maestros enseñaban poco porque los alumnos eran metralla pura. Las muchachitas con trece años ya estaban jineteando a todo trapo sobre los turistas en el Malecón. Los muchachos, batidos con la mariguana y con los negocitos, para hacerse de algún fula cada día. Los padres y las madres brillaban por su ausencia. A nadie le interesaba aprender matemática ni cosas complicadas e inútiles. Y los maestros ya no podían más con aquellas fierecillas. En fin, Nelson y Rey iban tres o cuatro días a la escuela y el resto de la semana se entretenían en la azotea con las palomas y los perros. Tenían cinco perros recogidos en la calle.

   Muchas veces la única comida del día era un pedazo de pan y un jarro de agua con azúcar, pero así y todo crecieron. Descubrieron que las palomas de otros venían a posarse en la azotea de ellos, y no era difícil cazarlas vivas. Entonces idearon un señuelo: un hermoso palomo, macho y seductor, que volaba por encima de todos los edificios. Siempre aparecía alguna palomita incauta, admiradora de aquel bello galán. Y allá se iba. Alzaba el vuelo tras él y el palomo la conducía hasta su jaula para hacerle el amor a pierna suelta. Entonces: trass. Rey y Nelson cerraban la puerta de la jaula. En el mercado de Cuatro Caminos pagaban cuarenta o cincuenta pesos por la paloma. Hasta cien pesos si era blanca. Con la crisis y el hambre y la locura por irse del país, todos hacían trabajos de santería, y las palomas, chivos y gallos se vendían a buen precio. Igual las gallinas negras, que son muy buenas para limpiezas y quitarse lo malo de arriba. Cuando los muchachos vendían una paloma la cosa mejoraba: comían un par de pizzas y un batido de fruta. Llevaban pizzas a su madre y a la abuela.

   Así y todo, ella seguía gritándoles siempre, como una loca. Vociferando, humillándolos. Ya los dos tenían pendejos en la pelvis y en el culo, la pinga les había crecido y engordado, tenían pelos en las axilas y esa peste a sudor fuerte de los hombres, y la voz un poco más ronca y gruesa. Se pajeaban, escondidos entre las jaulas de los pollos, mirando a la vecinita de la azotea de al lado. En realidad era la misma azotea del edificio, pero años atrás alguien la dividió por la mitad con un muro bajo, de menos de un metro. Esa era la frontera con los vecinos: una vieja gorda y tetona, con una hija de unos veinte años, y muchos más hijos que vivían por ahí y jamás se acordaban que ella era su madre. La muchacha era una panetela chorreando almíbar: mulata delgada, bella, jinetera. Sólo salía de noche, elegante y provocativa, y regresaba de madrugada. Durante el día andaba por su pedazo de azotea con unos shorts pequeños y ajustados y una blusita mínima, sin sostenes, y los pezones bien marcados, y ahhh. Una tentación. Reynaldo ya tenía trece años y Nelson catorce. Habían dejado la escuela hacía tiempo. Les apenaba seguir siempre en séptimo grado. Repitieron tres veces el mismo curso, hasta que abandonaron.

   Se consideraban hombres. Seguían con las palomas. Cada día eran mejores robando palomas y todos los días vendían una o dos. Era un buen negocito. Eran hombres y ya mantenían a todos en su casa. Pero la madre seguía igual de estúpida. La odiaban por aquellos berrinches y aquellas rabietas delante de todos. Se sentían humillados y le respondían:

   —¡No seas monga! ¡Cállate, cojones, cállate!

   La azotea cada día estaba más puerca, con más peste a mierda de animales. La abuela casi no se movía. Se sentaba sobre un cajón medio podrido, o en cualquier rincón. Y permanecía horas bajo el sol. Tenían que entrarla al cuarto y acostarla. Andaba como muerta en vida. También tenían que controlar a su madre porque cada día era más estúpida. Ya ni atinaba a bajar las escaleras. La empujaban y le gritaban para que se callara, pero ella berreaba más aún, agarraba un palo y les entraba a palo limpio, intentando defender su territorio. Ellos le quitaban el palo y la reducían con unos bofetones en pleno rostro. Ella lloraba de rabia, gritando, sollozaba, encendía un cigarrillo y se quedaba silenciosa y tranquila, Limando, recostada en la baranda de la azotea, mirando los autos, las bicicletas y la gente que pasaba por San Lázaro. Ya ni se acordaba de Adalberto.

   Una mañana, a eso de las once, estaba fumando y mirando a la calle. Nelson le habla dado un bofetón duro en la boca y tenía el labio superior hinchado y partido por dentro. Se pasaba la lengua y sentía el sabor a hierro de la sangre. Estaba furiosa. Lanzó la colilla a la calle, escupió un salivazo sanguinolento, con deseos de que le cayera a alguien en la cabeza, y se volteó para entrar al cuarto. El sol estaba demasiado fuerte y le dolía la cabeza. Los muchachos, escondidos detrás del gallinero, miraban a la putica vecina. Los dos tenían los ojos chinos, soñadores, y se la meneaban rítmicamente. La mulatica estaba medio desnuda, tendiendo una toalla y unos pequeños slips rojos, de encaje. Le gustaba que los muchachos se pajearan mirándola. La toalla chorreaba agua y ella la exprimía y se mojaba para refrescarse bajo el sol. En realidad le gustaría verlos de cuerpo entero, frenéticos ante ella, botándose sus pajas, pero aún eran muy niños para atreverse a tanto. Cuando crecieran un poco más serían buenos «disparadores» y exhibirían sus pingas en los portales del Malecón a todas las que quisieran verlos. Por ahora lo hacían a escondidas.

   Cuando ella vio aquel espectáculo se sulfató más aún. La furia se le encabritó:

   —¡Sigan con las pajas! ¡Sigan con las pajas! ¡Descaraos, se van a morir, salgan de ahí! ¡Los dos! ¡Salgan de ahí!

   Agarró un palo para golpearlos, pero de pronto se viró hacia la vecinita provocativa:

   —Y tú, puta de mierda, lo haces para joder, porque eres una puta. No los provoques más, que se van a morir. ¡Sin comer y pajeándose todo el día! ¡Los vas a matar, cacho de puta! ¡Los vas a matar!

   —Oye, monga, déjame tranquila, yo estoy en mi casa y hago lo que me dé la gana.

   —Tú lo que eres una puta.

   —Sí, pero con mi bollo. Y vivo mejor que tú veinte veces, que eres una monga y una cochina. ¡So puerca!

   Los perros empiezan a ladrar y las gallinas también se alborotan. En medio de tanto ruido y tanta locura, ella trata de cruzar el pequeño muro que separa ambas azoteas, el palo en la mano, amagando con golpear a la vecinita, pero ya Nelson está sobre ella y le quita el palo. Furiosa, intenta cruzar de todos modos al patio vecino, gritando:

   —¡Tú lo que eres una puta! ¡Y tú un pajero! Quítame las manos de encima. Suéltame, pajero de mierda.

   —No me ofendas más, cojones, no me ofendas más!

   Nelson está fuera de sí, descontrolado. Es un hombre de catorce años y le duele aquella humillación. Encima las carcajadas burlonas de la vecinita, que ahora provoca más aún:

   —¡Vaya, pajero, descarao, te vas a volver loco con tanta paja! Búscate una mujer.

   Y se da vuelta y entra en su casa, muy tranquila, meneando el culo a uno y otro lado. En medio del forcejeo, la burla de la putica lo hiere más aún. Le da un fuerte tirón a su madre y la lanza de espaldas contra el gallinero. Un pedazo de cabilla de acero sobresale en una esquina de la jaula y se le entierra por la nuca hasta ci cerebro. La mujer ni grita. Abre los ojos con horror, se lleva las manos al sitio por donde entró el acero. Y muere aterrada. En segundos se forma un charco de sangre espesa y de líquidos viscosos. Muere con los ojos abiertos, horrorizada. Nelson ve aquello y de golpe desaparece el odio que siente por su madre. Lo inunda el dolor y el pánico.

   —¡Ay, mi madre! ¿Qué hice, qué es eso?

   Agarra a su madre, tratando de levantarla, pero no puede. Está ensartada por la nuca en la cabilla de acero.

   —¡Yo la maté, yo la maté!

   Gritando como un loco sale corriendo hasta la baranda de la azotea y se lanza a la calle. No siente el estrépito de su cráneo al reventarse contra el asfalto cuatro pisos abajo. Murió igual que su madre, con una expresión desfogada de crispación y terror.

   La abuelita vio todo aquello sin moverse de su sitio, sentada sobre un cajón de madera podrida. Sin hacer un gesto cerró los ojos. No podía vivir más. Ya era demasiado. Y el corazón se le detuvo. Cayó hacia atrás y quedó recostada contra la pared, impávida como una momia.

   Rey no había salido de su escondite detrás del gallinero. Todo fue rapidísimo y aún tenía la pinga tiesa como un palo. La guardó como pudo y se la colocó entre los muslos para controlarla y que no hiciera bulto, hasta que se bajara sola. Se quedó sin habla. Fue hasta la baranda de la azotea y miró. Allí estaba su hermano, estrellado en medio de la calle, rodeado de gente y de policías, el tráfico detenido a un lado y otro de San Lázaro.

   En un instante los policías llegaron a la azotea. Venían belicosos:

   —¿Qué pasó aquí?

   Rey no pudo contestar. Se encogió de hombros y le dio por sonreír a los policías. Los tipos se quedaron boquiabiertos:

   —¿Y todavía te ríes? ¿Qué fue lo que hiciste? A ver, dime. ¿Qué fue lo que hiciste?

   De nuevo se rió, tenía la mente en blanco, pero al fin pudo hablar:

   —Nada, nada. Yo no sé.

   —¿Cómo que no sabes? ¿Qué tú hiciste?

   —Nada. Yo no sé.

   Lo esposaron. Lo bajaron por las escaleras. Le hicieron montar en un auto patrulla y lo condujeron a la estación de policía, a unas cuadras. Lo encerraron en una celda, en el sótano, junto con tres delincuentes. Y allí se quedó. Sin pensar en nada, amodorrado.

   Los técnicos de criminalística demoraron tres horas en llegar a San Lázaro. Trabajaron escrupulosamente toda la tarde. El cadáver de Nelson lo levantaron del asfalto a las cinco de la tarde y lo llevaron a la morgue, junto con el de la abuela. Con ella se demoraron un poco más. Ya era de noche cuando decidieron desengancharla de la cabilla y enviarla a la morgue. Era evidente que alguien había empujado violentamente al muchacho desde la azotea y a la mujer, de espaldas, contra el gallinero. La viejita murió de un paro cardíaco, sin violencia. Sólo que no había testigos. Nadie vio nada. Siempre es igual en este barrio. Nadie ve nada. Jamás hay un testigo.

©Pedro Juan Gutiérrez